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Una caseta en Pekín

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El tren que enlaza Orly con la estación de Antony no tiene conductor. Parece que circula por su cuenta y riesgo. Ya hay algunos metros en París que funcionan igual, pero en este tren, el paisaje se ve de frente. La vista es libre y remite más a los entresijos del sistema automático que al gusto de la contemplación. Pienso si habrá alguien encargado del automatismo y si no será precisamente esta la hora de su almuerzo. No disfruto de la vista. A lo lejos viene otro tren. Seguramente por las vías paralelas, pero de momento no puedo distinguir si es es así. Esta madrugada no me he asustado con las turbulencias del avión, cuando atravesaba la tormenta, ni con los gritos del pasaje: ya se sabe que el piloto tiene el mismo deseo que tú de volver a casa. Pero ahora,veo el tren que se acerca y no me gusta. Quiero estar seguro de que viene por donde debe.

Desearía mirar el paisaje como en el tren que corre paralelo al Hudson, en el que uno puede sentarse en la locomotora de cola, seguro de que en la de cabeza, un maquinista se encarga de guiar el convoy. Atrás, el río, los árboles y el terraplén se alejan engullidos por la perspectiva, cuyo punto de fuga varía conforme las curvas se suceden.

El paisaje no es solo un instrumento para recordar. Su sentido radica más bien en la creación de relaciones y posibilidades. Eliminada la melancolía que le es propia, se convierte en un motor de correspondencias cuyo engranaje es capaz de atraer hacia sí ideas y argumentos. Quien en un día cualquiera, dice Martin Seel, sale de la oficina, de la fábrica o del aula al espacio abierto y se detiene estéticamente ante una cosa o ante una escena cualquiera, no está proyectando el arte a la vida, sino abandonándose al aparecer irremplazable de lo real, presente en todas partes. El entusiasmo por lo que aparece no se verifica solo para el arte, sino que es válido para una forma de demorarse en el tiempo de la existencia, en permanente evanescencia, donde quiera que acontezca.