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Passy en invierno : Estados

El puente sobre el Katsura

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Anímate. Enseguida estamos en casa. Es como el otro día junto al puente sobre el río Katsura. Cómo llovía. Hubo un momento en el que pareció que nunca acabaría de llover. ¿Te acuerdas? Refugiados en el porche de una casa particular, junto al café. Creo que ninguno hizo una foto. Bueno, para eso está internet. Aquí el cielo está despejado y pasa un ciclista. El sol del mediodía ilumina su cara o más bien su borrón legal. ¿De dónde sacaban los de aquella tarde sus trajes para el agua? En cuanto cayó la primera gota, aparecieron de la nada, pedaleando vestidos de plástico amarillo o naranja. Llovía como en las xilografías japonesas, con esas gotas gordas que se ven caer contra el suelo. Ni un solo taxi libre y la parada del autobús, al otro lado de la calle. Mucho más allá, al final del puente, la ciudad. Anímate. En cuatro días estamos en casa.

 

 

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El género, la literatura

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Estimado I.:

Tardé mucho en llegar al hotel y creo que terminé de enfriarme. Desde Neptuno el tráfico estaba interrumpido por una manifestación. No era muy numerosa pero el colapso fue inversamente proporcional. Pasaba por allí y me llamaron la atención los gritos. Algo acerca de tus dientes contra el bordillo.

Patriarcado asesino, decía la pancarta de la cabecera, en referencia a la violencia de género. Detrás, los manifestantes, en su mayoría chicas muy jóvenes enarbolaban carteles con los nombre de las asesinadas en el último año. A la derecha de la cabecera, camina por su cuenta una mujer con una gran coleta cana tirando de un carro de la compra, en el que lleva cajas de cartón con su propia propaganda. En un momento determinado coloca una pegatina en el megáfono de una de las chicas y a esta no le sienta bien.

-¿Así cómo vamos a hacer la revolución, compañera?- Le recrimina la veterana.

La marcha va precedida por 10 o 12 policías, sus furgonetas con las luces de emergencia y una ambulancia. Los agentes caminan como de puntillas mientras escuchan tras ellos qué es ser un hombre

Ya ha caído la noche y hace frío. Se restablece el tráfico y paro un taxi. Hay que dar un largo rodeo porque la Gran Vía está cortada. Hay un desfile de carnaval. El taxista se disculpa porque soy su tercer cliente y es su primer día. En realidad acaba de obtener la licencia y ha contratado a un conductor que se ocupará del coche a partir de mañana. Cree que la cosa será rentable. No le voy a decir yo que todos sus colegas con los que hablo dicen que el negocio es una ruina. Uno me ha dicho esta mañana que va un 10% por debajo de los gastos. A otro le he prestado el móvil porque no actualiza su Tom Tom desde vete a saber cuándo.

Me pitan los oídos en la recepción del hotel. Los recepcionistas están cortados por el mismo patrón: dos jóvenes semi hipsters con pulseras de tela –I love Río-, barba y pelo a la cabaña sujeto con gomina. El registro va lento y me noto las rodillas. El chico se queja soltando aire por la nariz pero esto no acelera el trámite.

Ya no salgo a cenar y saco de la maleta el libro que me vendiste. El título me sonaba de algo. Luego caí. El blog de Juan Carlos Monedero se llama comiendo tierra. Nada más, porque de Branimir Šćepanović no sabía nada.

Dos cazadores pasan la noche en una tienda de campaña cerca del bosque. Va a amanecer. Un hombre que ha sabido que está muy enfermo viaja hacia su lugar de origen para morir. Hay dos planos narrativos que se entrelazan: los cazadores y el enfermo van a encontrarse y a partir de ese momento el relato se convierte en una enorme metáfora que avanza a base de repeticiones.

La idea es sencilla y aunque la escritura no es brillante, el libro se deja leer sobre todo porque el lector encuentra enseguida acomodo entre los personajes del relato o incluso simplemente como eso, como lector, reconociendo el sistema, el bosque, el claro, la noche y el día, el deslumbramiento de la luz, la función de cada sujeto, la del guardabosques o la de los recién casados.

Quizás muy simple; puede ser. Muy del este, si me permites un reduccionismo impropio, teniendo en cuenta que el autor es serbio. Digo muy del este porque, a veces, uno parece verse envuelto en un cuento asiático y, a lo mejor, es así como funciona bien, desplazando las reglas de la escritura hacia el oriente, nuestro oriente del norte, como sucede con las novelas de Bohumil Hrabal.

Tu recomendación y unas décimas de fiebre se han mezclado con el sonido lejano de los fuegos artificiales del carnaval madrileño. Tal vez en RENFE podrán cambiarme el billete de vuelta.

Cordialmente,

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Trileros en la calle Fèdèration

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En la esquina de la Rue de la Fédération y el Quai Branly se apostan los trileros a primera hora de la mañana. Para calentar el ambiente, hacen el juego entre ellos. Siempre resulta un poco burdo. Se supone que quienes se acercan a la Torre Eiffel va tan cortos de reflejos como para caer en la trampa de los cubiletes.

No importa que ellos vistan igual: las mismas deportivas, los mismos pantalones o que ella, la de la panoja,  la suelte como si fuera un clínex.

El caso es que siempre pica alguien. La hipnosis de la bolita no tiene fin. Sea del tamaño que sea. Siempre hay un momento en el que vamos confiados a la Torre Eiffel o a la Cibleles.

Y entonces dices: -Quita; que ya sé yo.

«Estoy convencido de que por haberme acostumbrado desde niño a marchar por el buen camino y a no poner engaños ni falacias en mis juegos infantiles (menester es advertir que los de la niñez no son tales juegos, menester es juzgarlos en las criaturas como sus acciones más serias), no hay pasatiempo, por ligero que sea, al cual deje yo de aportar por natural propensión, instintivamente, una tenaz oposición al engaño. En los juegos de baraja mi lealtad es idéntica, trátese de cuartos o de doblones; lo mismo cuando me es indiferente ganar o perder, cuando juego con mi mujer y mi hija, que cuando me las he con un extraño. Mis propios ojos bastan para que me mantenga digno. No hay quien pueda vigilarme tan de cerca, ni nadie a quien yo respete más».

Los Ensayos

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Por Cádiz en pijama

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Estoy convaleciente en un hospital. La habitación es grande, pintada de blanco y sin ningún adorno en las paredes, tiene antecámaras y recovecos que solo descubro a tentón, porque entra mucha luz y la claridad es tanta que no puedo distinguir un espacio de otro con la vista.

El sitio es muy agradable. Si el paciente lo desea, una enfermera lee la prensa a través de un pequeño altavoz instalado en la cabecera de una de las 2 camas que hay en cada habitación. Hay vasos de agua fresca en varias mesitas y algo de comida.

Después de pasear por toda la habitación vuelvo a la cama y encuentro a una familia acostada. Un matrimonio en una de las camas y su hijo en la otra. Es un chico como de 10 años, más bien regordete. Me siento a los pies de la suya, desconcertado. El chaval se arrebuja obligándome a levantarme. Se hace con la manta y la sobrecama. Le digo que no me conoce, que cuando me enfado tengo muy mal carácter. No se inmuta. Sus padres tampoco. Me voy.

En el aparcamiento subo a un coche que me prestó una amiga. Es un Jaguar dorado de carreras. Qué ocurrencias. Me dijo que usara casco. Me lo pongo a duras penas. Es muy incómodo. He de parar un par de manzanas más adelante para quitármelo porque el dolor de cabeza es insoportable. No es de mi talla.

Conduzco por la ciudad mientras atardece. No cabe duda de que estoy en Cádiz. Las casas bajas de los arrabales están pintadas de amarillo y azul. De los dinteles de las puertas cuelgan bombillas desnudas y detrás, al fondo, se ve la bahía. Voy haciendo el ridículo con un coche de carreras. No estoy seguro de si aún llevo puesto el pijama.

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De dónde viene todo esto: Passy en invierno. 9 años por el barrio

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