Mucho antes de que desapareciera bajo las aguas del pantano, el único vinculo que me quedaba con la fe era la iglesia de Itoiz o por mejor decir la misa de los domingos. Iba por el cura. Porque era un tipo que sabía hablar a los vecinos de un pueblo perdido que no estaba en los planes de nadie. No les contaba nada especial pero hacía dos o tres cosas que convertían la misa en un momento agradable: dejaba la puerta abierta, un portalón románico, a mano derecha según se mira al altar y así, el ritmo de la naturaleza entraba en la templo.. Recuerdo un domingo de primavera. Durante la mañana el cielo se había cubierto y para el evangelio comenzó a tronar. Cuando el cura levantó la hostia en la consagración, en ese momento exacto, un rayo cayó a pocos metros de la iglesia. Nadie se inmutó; como si todos entendiéramos que aquello era parte del misterio o del no-misterio.
El sermón parecía siempre el arranque de una charla -jamás había un reproche cristiano- que se prolongaba en el atrio, terminado el oficio. Entonces alguien sacaba un paquete de tabaco. Creo que el cura fumaba Ducados. Sentados en el poyete, a cubierto, frente a Aldunza y muy cerca de donde el Irati y el Urrobi unían sus aguas, encendíamos unos cigarrillos y hablábamos un rato en ese límite arcaico entre lo sagrado y lo profano.
Me acuerdo de todo esto mientras miro unas fotos de Gabrielle Duplantier a las que he llegado por los inescrutables caminos de Facebook. El cura parece el mismo, Tomás Armendáriz. P. y A. me dicen que no es él. Incluso el relato de Gabrielle me hace dudar, pero quiero creer que sí lo es.
Gabrielle me cuenta que llegó a Itoiz cuando empezó su serie de fotografías del País Vasco. Ella había oído hablar de la presa ya construida y de la intensa oposición de los pueblos que iban a quedar sumergidos. Le resultó difícil encontrar Itoiz, porque todas las señales habían sido retiradas, destrozadas o cubiertas con pintura negra. Era –dice- un camino fantasma. “Afortunadamente la iglesia estaba abierta. Una joven del pueblo que estaba allí, en la explanada, nos dijo que solo vivían y trabajaban 3 familias. Se habían sentido traicionados por el Gobierno del que no habían recibido ninguna información sobre la fecha de en la que comenzaría el llenado del embalse y parecía no preocuparse por el reacomodo de sus habitantes. Sus hogares y sus tierras se perderían. Era día de misa, el sacerdote llegó, especialmente de Pamplona para los vecinos. Después de tomar una fotos, nos pidieron, que saliéramos y cerráramos la puerta”.
No hay más. Todo está 200 metros bajo el agua y no es bueno mirar al pasado. Tampoco miro con gusto las aguas del pantano. No hay nada que ver. Solo recuerdo los cigarrillos en el atrio, las golondrinas trisando en el poche Nagore, la poza donde Goñi, el puente colgante de maderas podridas, el canal seco recorrido a pie y el rayo en el momento exacto de la consagración. No hay más. Lo que había me lo ha devuelto Gabrielle con unas fotos.