El jinete de Artemision es un niño, posiblemente africano. O monta habitualmente o aquel día, en las cuadras, decide subirse por su cuenta a un caballo que sale, también por la suya, a todo galope.
Su cara tiene ya las arrugas de lo pudo llegar a ser: determinación, valentía y miedo también.
El giro del caballo y el jinete hace pensar en aquel primer movimiento de cintura de las vírgenes góticas que parece la salida del túnel: la idea de que no todo permanecerá rígido para siempre. Aquí, 18 siglos antes de que a un artesano se le ocurriera que la madre de un dios también tiene caderas, otro nos enseña que en la representación de lo cotidiano se encierra un misterio de proporciones olímpicas.
Dice Montaigne: «Yo, que últimamente me he recogido en mi casa decidido, en cuanto de mi voluntad dependa, a pasar en reposo y solo la poca vida que me queda, pareciome no poder prestar beneficio mayor a mi espíritu que dejarlo en plena libertad, abandonado a sus propias fuerzas, que se detuviese donde tuviera por conveniente, con lo cual esperaba que pudiera en lo sucesivo adquirir mayor madurez; mas yo creo que ocurre precisamente lo contrario. Cuando el caballo escapa solo, toma cien veces más carrera que cuando el jinete lo conduce; mi espíritu ocioso engendra tantas quimeras, tantos monstruos fantásticos, sin darse tregua ni reposo, sin orden ni concierto, que para poder contemplar a mi gusto la ineptitud y singularidad de los mismos, he comenzado a poneros por escrito, esperando con el tiempo que se avergüence al contemplar imaginaciones tales».
Con un jinete como el de Artemision no parece tampoco que haya pensamiento que se detenga.