
Me bajo en Kanamachi con demasiado sol. Paseo por la Universidad de Ciencias. Al lado hay unos campos de deporte. Unos ancianos juegan a una especie de golf suave en un campo de fútbol. Usan unos palos que parecen de plástico. Se trata de embocar la pelota en unos cestitos plantados en la hierba. Van a buen paso. Recorren cuatro o cinco “hoyos” plantados en medio del campo de fútbol y vuelven a empezar. Me siento después a ver jugar al tenis a unos cuantos jóvenes que se turnan conforme van perdiendo el punto. En las gradas, un empleado pasa un soplador, aunque todo parece limpio y antes ha barrido con una escoba de sorgo. Este detalle del soplador deja claro el amor por los lugares públicos.
Hay elecciones dentro de poco. Los carteles de los candidatos están pegados con adhesivos hexagonales de 1,5 cm a la pared. Se quitan luego con facilidad. No sé si tengo sed o pocas ganas de fotografiar. La máquina falla y no sé qué hago aquí. No voy a conseguir retratar a nadie. Solo queremos ser retratados cuando somos felices. Anteayer se me acercaron padre e hija para preguntarme si me acordaba de ellos. El día anterior les había tomado unas fotos.- ¡Claro!- les dije intentando aparentar que sí me acordaba. Les pedí un email y les tomé una foto con el móvil para identificarles cuando vuelva a casa.
Camino de Shibamata voy paralelo al rio Edo junto a los campos de béisbol. Hay un carril alto para peatones y bicis sobre el dique que protege las casas de las avenidas del rio . Voy por el camino de abajo: pasan ciclistas; ningún ruido que no sea el cli, cli, cli de las cadenas bien cuidadas. Hay un sombrajo con un banco y una fuente junto a un parterre en el que dos hombres siembran flores de primavera. Me quito los zapatos y me quedo dormido enseguida. Neruda comparó las bicicletas con insectos en el verano, y el Ayuntamiento de Pamplona ha reproducido algún verso de la oda junto a unas bicicletas de aluminio en mitad de un paseo, una especie de monumento tautológico.
“Pasaron
junto a mí
las bicicletas,
los únicos
insectos
de aquel
minuto
seco del verano,
sigilosas,
veloces,
transparentes:
me parecieron
sólo
movimientos del aire”.
Antes, Neruda me gustaba.
Aquí hay aparcamientos para bicicletas en cualquier parte. Todas las que ya no se ven en Pekín parecen estar aquí. Me he despertado al cabo de una hora con el sonido de las azadas. Sigo andando hasta la estación y de ahí al templo. Subo a ver los relieves de madera que lo rodean, protegidos por pantallas de cristal, son una historia de Buda con garzas y dragones. El conjunto representa algunas parábolas del Sutra del loto, posiblemente el sacerdote al que escuché el otro día lo estaba recitando en el salón del templo.
Detrás del templo está el jardín Suikeien. Una cuadrilla trabaja en un árbol de copa baja y ancha al que están poniendo un andamio a la mitad de su altura. Hay una chica vestida de geisha que posa en un puentecillo sobre el lago de las carpas. entorna los ojos y junta las manos en señal de no sé qué.
Hoy, el bar de la estación está cerrado. Compro unas fresas. El frutero me las lava en las trastienda y me las como en el escalón de la entrada de una casa. La cámara ha seguido fallando. He hecho de todo: montar y desmontar el objetivo, probar con otro y probar con otros programas. La dejo descansar mientras me como las fresas. Una familia posiblemente indonesia o malasia se ha detenido frente a mí, a unos 10 metros. La madre ha sacado a uno de los niños de su silleta y este ha comenzado a correr de aquí para allá. Calza unas zapatillas que suenan a cada paso con el ruido de dos pollos de goma. El niño corre sin parar. Se aleja, vuelve y pasa junto a mí.
Las fotos, mal. No hago lo que quiero porque no sé qué quiero. La idea de añadir personajes al paisaje lo complica todo y además, este cielo. De dónde sale este cielo sin interés. Para ver un rastro de nube tienes que entornar los ojos hasta que el contraste deja percibir una mínima diferencia entre tonos. Mañana cambiaré de aires porque hacer cosas iguales da resultados iguales.