Querida A.:
Recordaba ayer nuestros cigarrillos a la salida del aeropuerto. Con qué avidez abríamos la cajetilla junto a la parada de los taxis. Desacompasado, el crescendo de los motores en el despegue, llegaba después de que los aviones estuvieran ya en el aire: el eco de las terminales, imagino. Una calada más antes de tomar allí mismo un taxi camino de la ciudad. Los anodinos hoteles para viajeros junto al peripherique y los edificios de las multinacionales que empiezan a iluminarse cuando cae la tarde, al lado de las últimas casas bajas; todo pasa por las ventanillas del taxi. Una mancha gris, con ecos de azul hielo, rosas y naranjas hasta llegar al león de Denfert-Rochereau. Y ahí empieza París.