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Passy en invierno Un paseo por el barrio y más allá.

El camino al colegio

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Tokio

Levantar cosas. Si quiero lanzar algo lejos, una piedra, una jabalina, mejor alzarlo por encima de la cabeza. Y si quiero comunicarme, levantaré una torre para encender un fuego, subiré a una colina para hacer señales de humo; desde una altura soplaré un cuerno o lanzaré un satélite para que el mensaje se reciba al otro lado del mundo. Levantar, no arrastrar. Sin embargo, es en la tierra donde dejamos rastro: las huellas de los individuos de Laetoli, los restos del fuego o las estalactitas partidas de Bruniquel, los enterramientos o los clavos fundacionales de arcilla. Tal vez, si no me hubiera quitado los tirantes correctores que me ponía mi madre para ir al colegio, vería el mundo de otra forma.

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Arroz y trenes

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Palcos
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Tokio
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Me levanto tarde. Casi no llego al desayuno. No recordaba que el servicio termina a las 09:00. Me sirvo unas salchichas y cuando me doy la vuelta ya están retirando las verduras. Salchichas con mostaza pues. Queda un culín de arroz blanco y el dispensador de té aún funciona. 

Vuelvo a la entrada del parking, a la vuelta de la esquina. Está pintada de azul. Me gusta su proporción. Es baja y ancha. Hay una plataforma circular para que los coches giren en el menor espacio posible. Además, el semáforo que da paso es azul turquesa y combina muy bien con el color de las paredes y el gris metálico de la plataforma. Ahora hay demasiada luz. Volveré de noche.

A la derecha, en el borde del barrio de la estación, hay un terraplén que salvan unas escaleras integradas en un edificio de 6 pisos. En todos hay negocios que a las 10:00 no están abiertos. Arriba, hay aparcamiento de bicicletas a lo largo del parque en el que estuvo la escuela de Ingeniería del Ejército Imperial Japonés. Quedan los pilares de la entrada. La Escuela funcionó hasta la guerra. En una placa se recuerda una batalla. Ahora el parque se llama Central Park. Hay juegos para niños. La arena está cubierta con una lona para que no se embarre. Un jardinero limpia las hojas de los pinos con una escoba vegetal. Vuelvo al hotel a por una chaqueta. En el rato que he estado fuera, unos operarios han montado dos hileras de taquillas para las maletas. Los había visto cuando he salido, mirando el plano de la instalación. 

Me voy a Shibamata. Me equivoco de tren y una hora más tarde como en un restaurante junto a la estación del barrio. Me siento en la terraza, junto a las vías viendo los trenes que se cruzan. Arroz frito, sopa de misho y té helado. En el paso a nivel desmontan los ciclistas, esperan los peatones. Antes, desde lejos, se oyen los avisos en los pasos anteriores conforme se van cerrando; una sucesión de llamadas que dan idea del tiempo y el espacio. Luego las luces amarillas parpadean rápido y caen las barreras. 

Fotografío algunos anejos del templo y luego me quedo delante de unos leones protectores del templo. Dice el cartel que uno de ellos perteneció a la familia Saíto, jefes de la aldea de Shibamata. Como el león se escapaba todas las noches y se comía el arroz del almacén, el jefe Saíto arrojó su cabeza al río Edo. Sin embargo, la cabeza del león remontó los rápidos hasta llegar a la orilla, los aldeanos, sorprendidos, la entregaron al Santuario Hachiman.

A la vuelta, en el metro, bajo la velocidad del obturador. A ver qué pasa.

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Indicar y llamar

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Fotografía
Tokio
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Repaso los reglajes de la cámara porque ha cambiado el tiempo. De puro cansancio me he despertado a las 06:00. Es muy tarde ya. Ayer, como me falló la conexión del objetivo con la máquina, hice un formateo y no me di cuenta de que fotografié todo el día en JPG. Ni con el aviso en la pantalla me fijé. Me acuerdo de los maquinistas japoneses de tren, que usan el shisa kan; indicar y llamar. Señalan con el dedo y dicen en voz alta cada elemento importante que deben observar y verificar: manos, boca y oído. Reducen errores y aumentan la seguridad. Así debería actuar. Batería, programa, enfoque, calidad de la imagen… Pero ¡ay! Uno sale a la aventura como si llevara en la mano una cámara de cartón. Hoy vuelvo a Kanda Myojin así que espero hacer  fotografías en condiciones, aunque el cielo está distinto y las del Mausoleo de Confucio en Yushima no quedarán iguales. Siempre los cielos. Dudo con el enfoque. En estas cámaras modernas en las que puedes llevar el foco a un ojo, se te va la vista detrás de la persona, y los bordes de la imagen acaban por pasar desapercibidos. Luego te arrepientes. El sujeto o el todo. Ya mañana me libero de esto y me dedico a lo que he venido.

De camino a Kanda, entro en una minúscula tienda de almohadas. Es domingo; está abierta. Me ha dicho el dependiente que no hay problema en mandármela al hotel. Las que uso tienen dos caras distintas, una oriental y otra occidental. aquella con un relleno de cascaras de trigo sarraceno que debería adaptarse al cuello y esta con una espuma demasiado blanda. Me dejan la cerviz como el cuero de una conga.

-¿A qué hora puede venir mañana?-. Me pregunta el dependiente.

-Preferiría no venir mañana. Mándemela al hotel-. He escrito en el traductor.

-¿De dónde es usted?-. me pregunta en inglés. Cambia el idioma del traductor y me dice que el plazo de entrega ya ha terminado hoy. Son las 10:30. 

-No me importa si la manda el lunes-.

-¡Ah! Perfecto. ¿A qué hora puede venir el lunes-?

Cuando los dos nos damos cuenta de que hemos entrado en un bucle, el dependiente escribe en su traductor que hacen almohadas a medida y por eso necesita que venga. Le doy las gracias y salgo a la calle.

Ya oigo a una cuadrilla. A lo lejos se ve relucir el dorado de un mikoshi que se bambolea. Como hace calor, algunos hombres van en pantalón corto y otros llevan taparrabos blancos en los que, a falta de bolsillos, llevan a presión sus móviles o los paquetes de cigarrillos.

Levantar algo o alguien: que esté por encima de las cosas o de los hombres. No estar a la misma altura, estar sobre los 3 escalones del templo griego, en la cella, detrás del altar, en el púlpito con la excusa de que se me oiga. Renunciar a los honores. No subir a los estrados, ¿quién medita con la cabeza baja?

Salgo a perseguir otros mikoshis. Ya solo quedan 3 para acabar la fiesta. Me vendrían bien unas tiritas para las uñas. Sigo perdiendo queratina. En el pulgar derecho ya tengo un callo. La cámara pesa bastante y el agarre no es muy ergonómico. 

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Cómo llegar sano al mismo lugar

Citas
Fotografía
Libros
Sueños
Tokio

Kishi no machi de Kanendo Watanabe.

Kenji Takazawa escribió el epílogo de una segunda edición. con fotos nuevas, porque los negativos de la primera se habían perdido. Entre lo ya visto y lo nunca visto, se titula el texto.

“Kishi (既視, ya ​​visto) significa la experiencia de haber visto algo antes. La palabra tiene un sonido hermoso, pero resulta incongruente. Si fuera kichi (既知, ya ​​conocido), lo entendería. Al fin y al cabo, el conocimiento de algo continúa incluso después de haberlo aprendido inicialmente. Sin embargo, a diferencia del conocimiento, ver no es una experiencia continua. Haber visto es, sin duda, haber experimentado, pero lo visto cambia; en lo que respecta a las escenas representadas en este libro, estos cambios son evidentes. Sin duda, la brecha entre la realidad y la experiencia de algo visto una vez se amplía con el tiempo, por eso dudo en usar la palabra kishi.

Y, sin embargo, esta idea de experimentar algo como si ya se hubiera visto me resulta familiar. El término francés déjà vu, traducido al japonés como kishikan (既視感), significa reconocer algo como si ya se hubiera visto. No distingue entre si algo se vio realmente o solo en un sueño o en la imaginación; el déjà vu es simplemente la sensación de superposición entre la imagen en la mente y el paisaje que se presenta ante los ojos.

Pero kishi y kishikan no son lo mismo. La palabra kishi carece de la coherencia de kishi-kas; no resulta cómoda. Si ver no es una experiencia continua como el conocimiento, entonces todo lo que podemos hacer es conectar la apariencia superficial de nuestro mundo en rápida evolución mediante una secuencia de experiencias visuales. Es como si viviéramos en una sucesión de declaraciones de que hemos visto, hemos visto, hemos visto, en una especie de amnesia que nos permite recordar solo instantes fugaces. Pero existe otro acto familiar en el que declaramos haber visto: la fotografía casual de nuestra vida cotidiana. Lo que las fotografías de Calles Ya Vistas representan es bastante claro: un planetario, una autopista, una fábrica, un río, un tren absorbido por (o emergiendo de) un edificio, un escaparate, una valla publicitaria, una casa, un automóvil doblando una esquina, ropa de cama aireándose desde una ventana, un invernadero en un jardín botánico, caimanes, carreteras y árboles, modelos anatómicos humanos, una montaña rusa en un parque de atracciones. Cada cosa puede describirse con palabras, y sin embargo, simplemente sustituir lo representado por palabras no significa que se haya transmitido la fotografía a través del lenguaje. Cada fotografía indica una escena que el fotógrafo «vio», pero no nos dice nada más.

Una fotografía no es más que una imagen fijada en papel fotográfico, resultado de la exposición de la película a la luz, captada por una lente y reflejada desde la superficie de las cosas. Si una fotografía evoca una sensación de déjà vu, seguramente se trata de un fenómeno generado por los movimientos de la mente del espectador y no tiene nada que ver con el fotógrafo. Lo único que podemos decir con certeza sobre el mundo de las «calles», lo que se captura en este volumen (llamarlas «calles de déjà vu» sería presuntuoso), es que ya han sido «vistas» por la cámara.

Y, sin embargo, no puedo evitar percibir una atmósfera fantástica en estas fotografías. Sospecho, también, que no soy el único en esto. Paradójicamente, la misma crudeza de estas fotografías, su completa eliminación de cualquier afán comercial por complacer, da rienda suelta a la imaginación del espectador. La intención del fotógrafo es evidente, pero si la intención de transmitir algo es una especie de adición, aquí tenemos una sustracción intencionada.

(…) Quienes experimentamos una sensación de kishikan («déjà vu») somos nosotros, quienes vemos. La cámara, sin embargo, carece de tal subjetividad. Quizás creamos que usamos la cámara subjetivamente, pero al mirar por el visor no podemos ver cada rincón. La prueba está en cuánto de lo invisible se revela al ampliar una fotografía. Surge entonces la pregunta de si realmente alguna vez «vimos».

Las calles que creemos haber visto con nuestros propios ojos se desvanecen de la memoria, y el hecho de haber sido «ya vistos» permanece solo en la superficie del papel fotográfico. Calles Ya Vistas sacude los cimientos de nuestra certeza en nuestra propia visión. ¿Son las calles «ya vistas» o «nunca vistas»? Incluso esta distinción es ahora difícil de hacer. Desde algún lugar oigo una voz que dice que esto es fotografía: lo ya visto y lo nunca visto, dos caras de la misma moneda”.

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Las pupilas de Nietzsche

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Estética
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Lo exótico, ¡bah! Todo es igual en todas partes. Mira que hemos cabalgado a lomos de lo racional durante siglos. Si hasta hemos matado a dios, aunque encargáramos el  trabajo a un tipo que se abrazó a un caballo para decirle: “Madre: soy tonto”. 

Lo insólito nos uniforma más que el silogismo.  A la tarde, en Kanda, veo una procesión infantil: dos grupos de niños traen a hombros sendos mikoshi para ser bendecidos frente al templo. Avanzan al grito de ¡Banzai! Niños fuera del rito de iniciación. Como si en Semana Santa salieran -que ya salen- vestidos de mozorros o de legionarios. Niños llevando en andas un paso de la Mini Macarena. Les recibe en lo alto de las escaleras el sacerdote principal, alto, joven y guapo, junto a otros sacerdotes de rango inferior y dos chicas ayudantes. Se mueven todos como si no doblaran las rodillas, como con ruedines en los pies, sin esfuerzo. Entran y salen de la oscuridad del templo a la luz de la tarde y las pupilas han de hacer un esfuerzo si quieres seguirles. Ellas, vestidas con camisa blanca y sobrefalda naranja, se encargan del protocolo. Conforme llegaban más cuadrillas con sus altares portátiles, dos ayudantes con sobrefalda azul turquesa invitan al público a hacerse a un lado. Me aparto hacia el jardín donde se celebra el festival de percusión. Produce sonrojo recordar las batucadas que desde hace unos años se oyen en nuestras fiestas y manifestaciones. Aquí la variedad de ritmos y cadencias es abrumadora. Creo que la semana que viene algunas hermanades sevillanas pasearán por Roma y el sábado pasado hubo fumata blanca en el Vaticano. 13.500 km de distancia: Lo exótico.

A la mañana, bajo la lluvia, he seguido a un grupo que volvía a casa después de hacer su ofrenda en el templo. Para que sus camisas no se mojen, todos llevan impermeables transparentes. Empujan la caseta de los músicos: 3 tambores, un flautista y una mujer que golpea un platillo de metal. En medio del tráfico, recorren el barrio, siempre por el carril más cercano a la acera. Voy detrás como un tonto. Nadie más les sigue. En los cruces, algunas personas se paran a mirar. La comitiva espera a que el semáforo les dé paso y atraviesan una avenida de 8 carriles.

Dice J. que siempre andamos alzando algo: muertos en los funerales, palios, pancartas, pasos, altares portátiles. Levantamos lo que sea y lo ofrecemos. No lo arrastramos por el suelo. Buscamos elevarlo para ofrecerlo, para enseñarlo. Tal vez sea porque “arriba” está la luz que permite distinguir. En la oscuridad todo se confunde. Por eso la luz se asocia con conocimiento. Al cielo con ella. ¿Con quién? Al cielo con la razón.

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El miedo a la página en blanco

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La muerte siempre anda cerca. Antes de venirme para aquí, llamó S. para quedar: su esposa se estaba muriendo. Él sabía cuánto tiempo de vida le quedaba y calculé que moriría cuando yo terminara la libreta que usaba entonces. Por eso no las termino. Todas  acaban así, con la muerte de alguien. Dejo las últimas páginas en blanco, pero no sirve de nada. En todas hay una anotación fúnebre. Recuerdo la primera coincidencia, cuando A. se mató en un accidente. Se mató en una curva y en la última página de una libreta. Después, una tras otra. Dejé sin terminar la que usaba cuando llegué aquí. Hay 3 páginas en blanco. Da lo mismo.

No es superstición. Es coincidencia. Cualquier rutina coincidirá con hechos naturales. Nada tan natural como los nacimientos o las muertes. Otra cosa es la forma de verlo. Hace un año G. me habló de la muerte de su hermano. Era creyente y G, también. En la cama del hospital, justo antes de morir, su hermano le decía: -¿No ves a mamá ahí? ¿No ves que me dice ven, ven?

En De vidas ajenas, las coincidencias son casi tan importantes como la muerte. “Si contara las cosas tal como sucedieron, -dice Carrère- me reprocharía haber forzado el paralelismo. Pero es la realidad la que lo fuerza. Yo no tengo que inventar nada.”  Y es que no hay forma de explicar fácilmente cómo dos jueces —Etienne y Juliette— resultan, cada uno por su lado, supervivientes de un cáncer, ambos cojos, dedicados en el tribunal de Vienne, a  dictar sentencias favorables a los más endeudados. Esa acumulación de rasgos repetidos podría parecer absurda: sin embargo, es real, y es el motor del libro. La coincidencia es el vínculo entre el escritor, los protagonistas y el lector. Pero Carrère no exhibe esas coincidencias sino que las deja fluir: el mundo se cuenta por sus coincidencias.

Cuando el reloj del comedor marca las 9 en punto, las cocineras y las camareras se colocan delante del mostrador, dan las gracias a los clientes y se inclinan antes de recoger el menaje. No más té, no más arroz, no más sopa de misho o de maíz.

El hotel presta paraguas, pero no quedan en el paragüero. Cuando ya he doblado la esquina, una de las recepcionistas me alcanza con uno abierto. -Gracias-. Me ha dicho.  69 euros la habitación con desayuno. El paraguas es de plástico transparente.

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Lo exótico y el alivio

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A las 06:30 llueve bastante Salgo a dar una vuelta por Matsudo. Hay quien dice que este es un barrio sin interés, un sitio para dormir. 450.000 habitantes tienen que dar para más. Al atarceder, la plaza delante de la estación es un mini Tokio. Los edificios de 10 pisos está llena de restaurantes, tiendas de electrónica, ropa, papelerías. Todo hacia arriba, hacia la grúa que señala por dónde se amplía la estación.

Estaría encantado de saber qué busco. Tengo el recuerdo de una conversación, sentados delante de un bungalow junto al rio San Lorenzo en Gaspesie, hablábamos de fotografía. F Me dijo: -¡Ah! Tú buscas lo exótico-. Le contesté lo primero que se me ocurrió: -Me parece que busco lo parecido-. 

Nunca había dormido en un motel. Uno de verdad, con su jardincito, su mesa para cenar fuera, la cama ancha y la sensación de que puede venir un asesino con un hacha. No he olvidado el reproche ni la contestación, y aquí estoy, de paseo por Matsudo en busca de semejanzas.

La lluvia ha hecho desaparecer a peatones y ciclistas. En un parquin de bicicletas, el encargado me pide que me aparte: los clientes entran deprisa, después de tomar una curva de 90 grados. Le entrego una tarjeta impresa donde explico en qué estoy trabajando. La mira con desdén y ne la devuelve. No conozco a nadie, ni con nadie puedo hablar. Vuelvo al hotel antes de que termine el horario del desayuno. Dos mujeres hablan en francés. Podrían ser de Nueva Caledonia o de la Polinesia Francesa. Gritan muchísimo. ¿Tienen que sentarse a mi lado? Además, los pies de pata de las sillas no están protegidos, así que el desayuno es un estrépito ¿Tanto valen 160 conteras de goma?

Salvo el café, el desayuno es bueno. Hay té verde. Mientras me sirvo sopa de misho, un poco de arroz blanco y una ensalada con encurtidos, recuerdo la tablilla que dejé ayer para quemar en el templo de Shibamata. Hace años, se puso de moda por aquí un tipo de confesión comunitaria en la que los fieles escribían sus pecados en un papelito y luego el oficiante los quemaba todos en un recipiente. Escribí ayer algo que nunca había escrito, que nunca he dicho y lo dejé en el montón de quemar.

En medio de este chirriar de sillas y francés ultramarino, los dos recuerdos unidos por el bol de arroz, me llevan otra vez a Barthes: Ni para Barthes ni para las tablillas la escritura busca durar. No se trata de fijar un sentido, sino de provocar un movimiento: desgarro o alivio. La culpa deja de ser una carga y se convierte en eso, en escritura. La madera fina y el rotulador que los monjes te facilitan a cambio de 300 yenes convierten el sentimiento en algo casi gozoso: escribir y destruir. Un poco más de té verde y exotismo a gritos.

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El arroyo Sakagawa 

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Amanece a las 04:15. La luz es buena. Desde el piso 12 veo el degradado de azules y rosas de la mañana. Va a durar un instante, así que corro al ascensor. Al oeste de la estación hay un canal que viene del norte de la ciudad y que, más abajo, desemboca en el Edo. Hay mucha vegetación en las riberas. Apenas quedan flores, pero todo está fresco. Ya hay tráfico de bicicletas.

En un recodo, junto a puente de hormigón hay una placa y con un texto y una foto: “El 11 de abril de 1868, cuando se tomó esta fotografía, tras la rendición del castillo de Edo, Tokugawa Yoshinobu, que había estado bajo arresto domiciliario en el templo Kan’ei-ji en Ueno, se dirigió a Mito, y su primer alojamiento fue Matsudo-juku.

Antes de disfrutar de una tranquila sesión de fotos, cuando comparas los tiempos turbulentos con el regreso del Shogun, el paisaje de Sakagawa adquiere un aspecto diferente. En la foto se ve, al fondo a Tokugawa Yoshinobu. La foto fue tomada por su hermano Akitake, quien, como él, era aficionado a la fotografía. Este es el paisaje original de una ladera por donde discurría el agua clara”.

En la foto de es esta entrada, Yoshinobu viste uniforme militar francés, pero esa es otra historia.

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Una malla de gallinero

Cine
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Música
Tokio
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En el templo budista de Shibamata, un monje vestido de negro hace chocar dos tablas de madera con poco sentido del compás. Canta algo indefinido. Algo que se parece a las canciones que cantan los indios alrededor del fuego, en las películas del Oeste. 

Cuando termina de golpear las tablillas, el monje comienza a rezar. Está sentado en la postura del loto cerca del altar. Le separa de los fieles dos escalones y una red de gallinero sujeta por una estructura de madera. El monje sigue rezando, hasta que golpea dos veces un gong de bronce. El recubrimiento de fieltro del mazo hace que el sonido sea profundo y prolongado. 

Desde un edificio contiguo, se escucha otro tableteo sin un patrón definido; un crotoreo de cigüeña desganada. Esa especie de desidia en el ritmo, hace del sonido algo imprevisible. No cabe otra cosa que la tensión: El no iniciado espera que, en cualquier momento, se encadene un compás que le arrastre a la laxitud, pero la cadencia no llega nunca.

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Reluciente camión de bomberos

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Dejo la maleta en la habitación y reviso cuántos enchufes hay. No hay una segunda almohada. En la recepción me dan una manta en una bolsa de cartón. Salgo para Shibamata y llego al atardecer; la luz cae muy deprisa. De la estación giro a la derecha. En el siguiente cruce, un reluciente camión de bomberos, con las luces de emergencia encendidas, bloquea el paso. Desde la intersección, un poco más adelante, llegan más reflejos rojos y luego el sonido de las sirenas. Cambio el rumbo y dejó el templo de Taishakuten para más tarde.

Hay cinco o seis camiones y tres ambulancias. La policía controla el tráfico. Un agente se despista y levanta la cinta del perímetro, así que llego hasta el lugar del incidente. Es un cuarto piso de uno de los pocos edificios altos del barrio. Hay una ventana reventada. Contra el marco quedan apilados restos de muebles. Por la escalera exterior han subido varios bomberos. Tomo algunas fotos sin darme cuenta de que lo hago junto a la camilla en la que yace un fallecido dentro de un saco de plástico. Le pregunto a un bombero: –Fire-. Le pregunto si ha sido el gas.  Me mira sin comprender: –Fire-. Hace un gesto que abarca una gran bola imaginaria.

Pido a los bomberos que recogen ya las mangueras que me dejen fotografiarles. Llego hasta el puesto de mando que está instalado en un pequeño aparcamiento. Han abierto una mesa plegable sobre la que está extendido un plano del edificio. El jefe se da la vuela y me dice que no puedo estar ahí. Me marcho después de insistir sin éxito. Hay un puesto de kushiage y me como un par de pinchos sentado en la acera.

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Onicopatía leve

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Este en el que estoy ahora, el de Pekín, tiene cristaleras de arriba abajo en los pasillos de las puertas de embarque, lo mismo que en los fingers. No pierdes de vista las actividades de los aviones, los autobuses, camionetas de servicio y coches amarillos con sirena que van y vienen entre las líneas marcadas sobre el asfalto y el hormigón.

Ha habido un rato durante la noche en el que no había movimiento. No aterrizaban aviones. las pistas estaban a oscuras y casi no había viajeros. Los asientos no tienen reposabrazos y puedes echarte a dormir. Me he tomado un Trankimazin y me he despertado a las 04:30. La maleta, debajo de unas cuantas cámaras de vigilancia. Hay cámaras por todas partes, de esas de 360° y otras que no había visto nunca y que me hacen pensar en el reconocimiento facial. Ha amanecido enseguida, mientras le daba vueltas a una conversación que mantuve con una conocida, antes de venir. ¿Qué nos lleva al sufrimiento y al autoengaño? ¿Cuánto hemos de amar y por qué hemos de amar? El cielo en el aeropuerto de Pekín es igual que el que vi hace 15 años: no puedes saber si es neblina o contaminación. Leí que habían reducido las emisiones industriales, pero no sé con qué resultado.

Acaba de llegar el hombre que se encargará del embarque. No se ha peinado. Hace ya media hora que la tripulación ha subido al avión. Otra vez me falla la queratina. Las uñas se me parten. En el avión de Madrid a Pekín se me ha roto la uña del pulgar izquierdo. Le he pedido una tirita a la azafata señalándome el dedo: -No. ­–Me ha dicho con sequedad–. Luego ha sonreído como un Playmobil: -¿Quiere más té?-

Tengo esta lista de cosas para hacer cuando llegue: 1) Cambiar el cable del cargador de baterías por uno japonés. 2) Comprar un ladrón para el cargador y la cámara grande. 3) comprar un enchufe USB japonés para el móvil. 4) Anti mosquitos.  Mientras paseo, encuentro sobre un banco un cable USB con su enchufe japonés. Miro alrededor. No hay nadie, me lo llevo y me siento un poco más allá para tachar el apartado 3 de la lista.

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Busto con gafas

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Escultura
Viajes
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Espero a que abran los mostradores de facturación. A mi derecha una pareja de chinos reorganiza una enorme maleta. La mitad está ocupada por latas de Kas Limón empaquetadas de seis en seis A la izquierda un hombre mira en el teléfono la prórroga del partido del Inter contra el Barcelona. Llega ahora su mujer que se sienta entre él y otro hombre que habla por teléfono al estilo tostada. He cenado una hamburguesa en el único restaurante abierto en la T1: un Burger King. He pagado a precio de menú una hamburguesa blanda y un botellín de agua. Ni siquiera me han puesto un vaso de plástico, un cubierto, una bandeja o una miserable servilleta de papel. El suelo estaba sucio, lleno de los recibos que hay que retirar para que luego te sirvan el pedido. Miro por la ventana que da al pasillo de la terminal, y recuerdo a Gustavo Fring, el dueño de “Los Pollos Hermanos”, en la escena de Better Call Saul en la que obliga al pinche a fregar de nuevo la freidora, a pesar de que está limpia.

Air China no abre todavía. Paseo por la terminal donde ya están tumbadas algunas personas que viven aquí. Todas tienen una o dos maletas, mantas, alguna almohada. Una pareja ya está dormida; se abrazan amorosamente haciendo la cuchara. Hay dos hombres y una mujer charlando entre dos columnas. Tienen aspecto de haber abandonado la droga hace poco o de estar simplemente entre pico y pico. Otra pareja ha hecho una especie de refugio volcando un medidor de maletas rojo. Es una especie de habitación sobre plano. La pared, una columna y otra pared metálica con los hierros hacia fuera. Me he cruzado tres o cuatro veces con un hombre mayor, deshecho, que empuja un carro con dos maletas y unas bolsas de plástico. Va y viene de la T2 a la T1. 

Como han retirado los bancos de la terminal camino de aquí para allá haciendo tiempo hasta que doy con la capilla del aeropuerto. Me siento en el último banco. la lámpara del sagrario está encendida. A su izquierda hay un relieve de san Josemaría Escrivá de Balaguer. A mi amigo G. no le gustan los bustos con gafas. Dice que no funcionan. Refugiado en la capilla, leo a Roland Barthes: “Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esa manera, como tengo los mejores pensamientos, como invento lo mejor y más adecuado para mi trabajo”. Me distrae la puerta que se entreabre: un hombre hace una genuflexión, se santigua mirando al sagrario y cierra enseguida. Viene después otro hombre que cuando me descubre al fondo, exclama – ¡Ah! -. Repuesto de la sorpresa, mira su reloj y añade: -Vamos a cerrar-.  De nuevo en los pasillos de la terminal descubro un banco de tres plazas, pero ya está ocupado. Una mujer está recostada en dos asientos y el tercero lo ocupa la estatua sedente de un hombre barbudo, tan mal colocada que sus pies no llegan a tocar el suelo.

Paseo de madrugada junto a los mostradores cerrados de las aerolíneas a cuyos pies duermen indigentes que aún no son noticia, y recuerdo el tiempo en el que algunos aeropuertos tenían terrazas desde las que podían verse los aterrizajes y los despegues como lo que eran: un espectáculo.

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El edificio y los sentidos

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Mientras tanto

«… por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis antiguas opiniones.

Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado alguna vez».

Meditationes de Prima Philosophia

Descartes


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San Juan de Moarves y el perro Purruski

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He venido a Moarves solo por ver otra vez el color de la portada. La última vez, el viejo que explica la iglesia estaba sentado en el poyo de la casa de enfrente. Serían las siete de la tarde y la luz era ya rasante. Charlamos un rato y me explicó el apostolado como quien explica una huerta. -Y a la derecha Sansón y a la izquierda un negro-. 

Luego he sabido que está en el hospital. Ni bebe, ni fuma, ni nada, pero está en el hospital. 

Aquel día, después de media hora de conversación y cuando ya creí tener todo a mi favor, le pedí que me abriera la iglesia: -No, que es lunes-. Me dijo con una sonrisa de te tendrás que joder.

Así que me quedé un rato más mirando “la encendida encarnadura” de la portada de la iglesia de San Juan Bautista. La piedra está teñida. Me quedé con esa idea entonces, pero ahora no encuentro ninguna referencia. Quería escribirle a Himari para decirle que no somos tan distintos: que si los muros del templo de Ryōan-ji en Kioto están teñidos con aceite, la fachada de Moarves lo está también con alguna tintura. No he dado ni con una cosa ni la otra. 

El conjunto del arco y el friso escultórico protegido por el alero volado tiene un aire oriental. Si haces un pequeño ejercicio de abstracción, casi es una pagoda sin fondo ni altura. He venido por el color y me he quedado por la forma. O por una sinapsis equivocada.

He cruzado después la carretera P-227 que parte el pueblo. De este otro lado está la antigua escuela. Por la ventana se ve una cabina de votación y unos bancos apilados.  Cerca hay varios vecinos alrededor de 2 coches. Uno, cuando salía de un pajar marcha atrás, ha chocado con otro. Veo un parte amistoso y una mujer intenta recordar en qué compañía está asegurado el coche de su marido. En el otro, hay un perro que no deja de ladrar. ¿Por qué no lo sacan? La dueña le dice que se calle. -¡Calla, no se qué!-. Un diminutivo tan feo como el animal. ¿Tú te imaginas ser un perro y que te digan ¡Calla Purruski!? Yo qué me voy a callar. Contento que no te salte al cuello por pedirme que me calle, mientras me tienes encerrado en un coche con las ventanillas subidas y rodeado de una docena de personas que miran un bollo en el lateral izquierdo. 

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La calle Fuencarral

Arquitectura
Estados
Fotografía

La iglesia más pequeña de Madrid es el Humilladero de Nuestra Señora de la Soledad. Tiene 40 metros cuadrados y ya no se celebran misas. Antes sí, pero ahora, entre que la acera es muy estrecha y que hay mucho tráfico, pues no. De la cercana iglesia de san Ildefonso, vienen a recoger las monedas que dejan los fieles delante de un cuadro de la Virgen al que tienen devoción.  Hace unos años pasé por delante del portón abierto y me extrañó encontrarme al papa Francisco junto al altar. Ni siquiera sabía que estaba en España. Me detuve un momento y le fotografié. No pareció molestarle. Me moví un poco para cambiar el ángulo y entonces vi el borde del cartón pluma.

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