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Passy en invierno : Libros

Los rostros fugaces

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París
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«Si como decían los griegos la filosofía nace del asombro, lo que Benjamin ilumina es un tipo esencial de asombro, específicamente moderno caracterizado por el extravío. Los surrealistas lo elevaron a clave o rasgo crucial del azar objetivo. Aragon: El campesino de París, pudo -tras la huella intensa de Baudelaire- cifrar en el deambular callejero la posibilidad de contemplar la continua metamorfosis que inspira la “mitología moderna”: ”Cada día cambia el sentimiento moderno de la existencia”. (…)

En realidad, sentirse perdido es algo común e inevitable desde el momento mismo de la configuración de las nuevas ciudades. Con las transformaciones de Haussmann en el París del siglo XIX, escribe Benjamin, aliena a los parisinos de su ciudad. Ya no se sienten en ella en casa. Comienzan a ser conscientes del carácter inhumano de la gran ciudad. (…)

Pero el extravío surge no solo de la nueva imagen laberíntica de la ciudad, sino también de la contraposición entre yo y la multitud que el nuevo escenario urbano ocasiona. Edgar Allan Poe, en su relato El hombre de la multitud, y tras el Baudelaire dan un perfil literario a esa contraposición, a la que también se refiere Benjamin: “la multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraron de frente”.

Quizás no seamos hoy demasiado conscientes de lo que supuso esta auténtica sacudida, como modificación de la sensibilidad y de la experiencia. Nada hace más fuerte el sentimiento moderno de la soledad que mirarse en el espejo de una infinidad de rostros fugaces e itinerantes, desconocidos, que introducen de golpe en nuestro corazón el redoble de la incertidumbre».

Walter Benjamin. Tiempo, lenguaje, Metrópoli Extravío en la ciudad, Conocimiento y experiencia estética de lo moderno

José Jiménez

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Cada uno

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Montaigne
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«Erasmo se burla del hombre como el viejo Demócrito, aunque se necesitarían tal vez mil Demócritos para abarcar tal séquito de necios: “Son increíbles los trastornos y las catástrofes que suscita un animalito tan ruin, de tan corta vida, porque a veces basta una batalla, o el azote de una epidemia, para arrebatar y aniquilar en un instante a millares de ellos”. Es claro que Erasmo se refiere a los disturbios doctrinales especialmente teológicos, que estaban desencadenando en esos momentos luchas de religión, unida a una plaga que estaba enrareciendo aún más el ambiente. Montaigne dice al respecto: “Y es el caso que lo que me parece traer tanto desorden a nuestras consciencias, en todos estos disturbios de la religión en los que estamos, es ese sentirse dispensados de la fe por parte de los católicos” En cuanto a la peste: “Vime atacado dentro y fuera de mi casa por una peste, más vehemente que cualquier otra”»

Solo si Dios quiere” La visión religiosa de Michel de Montaigne: El fideismo
James Andrés Pérez Montoya *

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Un mayordomo en Nueva York

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Ha muerto Limonov

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Religare

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«Durante la epidemia de peste de 1630 a 1633 el comisario aconsejó al obispo que mantuviera menos reuniones religiosas Y que evitara aglomeraciones populares. La advertencia suscitó protestas por parte del prelado, modestas es al principio y luego cada vez más airadas. El obispo trato hábilmente de atraerse el apoyo de personalidades locales, lo que consiguió fácilmente dado que, como de costumbre, las medidas sanitarias resultaban impopulares y molestas. El 1 de abril de 1632 Capponi comunicaba al Magistrado de Florencia que “todos buscan entorpecerme porque están irritados por mi presencia”, Y respecto al obispo y sus afirmaciones amenazadoras añadía malhumorado: “Que me excomulgue y que haga lo que quiera que a mí nada me importa, yo estoy aquí para servir a Su Alteza Serenísima “».

¿Quién rompió las rejas de Monte Lupo?

Carlo M. Cioplla

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Resistencia al accidente

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«Y había algunos que pensaban que vivir moderadamente y guardarse de todo lo superfluo debía ofrecer gran resistencia al dicho accidente y, reunida su compañía, vivían separados de todos los demás recogiéndose y encerrándose en aquellas casas donde no hubiera ningún enfermo y pudiera vivirse mejor, usando con gran templanza de comidas delicadisimas y de óptimos vinos y huyendo de todo exceso, sin dejarse hablar de ninguno ni querer oír noticia de fuera, ni de muertos ni de enfermos, con el tañer de los instrumentos y con los placeres que podían tener se entretenían. Otros, inclinados a la opinión contraria, afirmaban que la medicina certísima para tanto mal era el beber mucho y el gozar y andar cantando de paseo y divirtiéndose y satisfacer el apetito con todo aquello que se pudiese, y reírse y burlarse de todo lo que sucediese; y tal como lo decían, lo ponían en obra como podían yendo de día y de noche ora a esta taberna ora a la otra, bebiendo inmoderadamente y sin medida y mucho más haciendo en los demás casos solamente las cosas que entendían que les servían de gusto o placer».

El Decamerón
Giovanni Bocaccio

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Traducir en el mismo barco

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No recordaba que Stoterdijk habla en En el mismo mismo barco del Decamerón y la peste en la Toscana del siglo XIV. Como es un libro muy corto lo he vuelto a leer: «…la regeneración de los hombres por obra de los hombres presupone un espacio en el que, por convivencia, se inaugure un mundo».

Siempre había leído a Sloterdijk de forma distraída, buscando fogonazos, metáforas, apoyos o refutaciones para ideas más o menos líquidas. Así leí su trilogía Esferas.

Hoy, con más calma, viendo las dificultades en la lectura del librito publicado hace ahora 20 años por Siruela, he encontrado este artículo de Rafael Martín-Gaitero que me ha desanimado por completo. Sobre todo su final: «Si, por indicación del mandante, es decir, a impulsos de la editorial, el traductor ha pretendido hacer más fácil la lectura del texto, muy difícil para los alemanes, ha hecho un flaco servicio al autor. Quien quiera apreciar el estilo de Sloterdijk y aquilatar la comprensión de su pensamiento deberá proveerse del original».

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La extrañeza

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«La extrañeza, pues, se despierta en último término por la constatación de que las cosas sólo son visibles encubriendo en el mismo acto un medio de claridad determinado por el horizonte de la totalidad y sólo ese medio, que trasciende de la particularidad, hace posible la obviedad. No está dicho que ese ámbito transcendental esté configurado por contenidos como los obvios o por contenidos totalmente diversos, pero, como quiera que sea, lo que mantiene viva la extrañeza es que las cosas exceden del perfil de familiaridad con que nos salen al paso».

La concepción Zubiriana de la Filosofía
Antonio Pintor Ramos

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La Gran Vía, Madrid

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«Y para conseguirlo es necesario abandonar totalmente la humanización que proyectamos sobre el mundo. porque de entrada es imposible explicar las cosas como cosas que son a partir de nuestro pensamiento, que sitúa a la persona en el centro y lo mira todo asimilándolo al ser humano. Por lo tanto debemos volver al punto de partida. Quizás cuando hayamos abandonado totalmente esta humanización, esta sensibilización, y hayamos conseguido observar las cosas como cosas, ellas nos devolverán nuestra mirada cohesionadora de un puntapié y se manifestarán con toda su auténtica fantasía. La fantasía que no llega hasta aquí no es más que una prueba de la debilidad de la mirada y del exceso emocional que provoca la confusión entre el yo y el Otro. Es evidente que la fantasía y la emoción van en contra una de la otra. La fantasía pertenece a las cosas que se rebelan y nos devuelven la mirada, mientras que la emoción es una mistificación que surge en nuestro interior cuando damos la espalda a la mirada».

La ilusión documental
Takuma Nakahira

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Hierba blanca

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El hombre que cuida la basílica de san Gregorio me dice que les echan gasoil junto a la charca. Para que se limpien. Luego señala a contra luz, mugas y ribazos y dice por dónde vienen los jabalíes y dónde les esperan y cuántos mataron ayer. Solo hay jabalíes y corzos. Qué vas a hacer con los corzos. Asustarles. Así. Abre los brazos en cruz y casi puedes verles huir a saltos. Ya no quedan conejos, ni perdices y aquellos campos ahora llecos traían buen trigo de año y vez. Lo dice todo de seguido, sin distinguir el reino vegetal del animal. Es verdad que el valle, lomas abajo, lo iguala todo y solo unos pinos de repoblación de un color de cubo de playa deslucen la seriedad del paisaje.

Más allá de la encina de Mendaza, en el campo de fútbol abandonado, las hierbas son casi blancas, tendidas de tanto restregarse los jabalíes contra ellas. Ahora, a mediodía, no hay más que silencio. Se han marchado ya unos excursionistas después de hablar a voces un buen rato.

Traigo un bocadillo y algo de Machado. Después del almuerzo, al abrigo de unas rocas rojas, abro al azar Los complementarios:

“¿Fue Alfredo de Vigny quien dijo de los políticos que no merecían, por el hecho de gobernar bien o mal, mayor loa o censura que los cocheros por conducir hábil o zurdamente sus carruajes? Tal vez fue Vigny, aunque no lo recuerdo bien. Descartemos cuanto haya en estas palabras de excesivo menosprecio para los políticos, o para los cocheros, según casos y pueblos. Reconozcamos una parte de razón en la boutade del poeta, y olvidemos cuanto ella supone de incomprensión de la vida política. Basta de elogios descomedidos y de censuras melancólicas para gente tan de escaleras abajo, en el orden espiritual, como políticos y cocheros. Si el auriga sabe su oficio, sigamos con él y paguémosle puntualmente su salario. Si guía mal, habrá que despedirlo. Porque dentro de su coche vamos todos. Mas ¿qué haremos con un cochero loco o borracho que nos lleva a galope y alegremente al precipicio? Habrá que arrojarlo a la cuneta del camino, después de arrancarle por la fuerza las riendas de la mano. Revolución se llama a esta fulminante jubilación de cocheros borrachos. Palabra demasiado fuerte. No tan fuerte, sin embargo, como romperse el bautismo.
Madrid, 1 enero, 1915

Mas Dios nos libre de los nuevos cocheros, de los sustitutos de estos cocheros locos. En España ha habido siempre un gobierno malo y una opinión descontenta, que aspiraba vehementemente a otro peor. Cuando fracasen las cabezas pediremos que gobiernen las botas”.

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La invención y la mentira

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“El aforismo de Lincoln sobre engañar a la gente viene al caso, como de costumbre. El escritor que da informaciones poco exactas o presenta invenciones como datos objetivos, de manera consciente o no, está explotando la ignorancia del lector. Solo el lector informado tendrá consciencia de que se ha violado el contrato. Si le divierte lo suficiente, puede que reescriba el contrato en privado, leyendo la presunta no ficción como mera invención, como un bulo, una <ficción> según la quinta definición del Oxford English Dictionary .

 

Puede que los escritores estén reescribiendo el contrato en la actualidad. Tal vez toda la idea del contrato es completamente pre-posmoderna, y los lectores se avienen a aceptar los datos falsos en la no ficción con tanta calma como aceptan la información objetiva en la ficción.

 

Indudablemente estamos tan embotados por el volumen de información inverificable recibido que admitimos los seudohechos de forma más o menos equivalente a como admitimos los hechos. Y debido al mismo embotamiento solemos aceptar exageraciones de todo tipo: anuncios publicitarios, historias sobre celebridades <filtraciones> políticas, declaraciones patrióticas y moralistas y así sucesivamente, leyéndolo todo sin que nos importe demasiado que el material sea increíble o que estén intentando manipularnos.

 

Si esta falta de distinción entre lo ficticio y lo factual es una tendencia general, quizás deberíamos celebrarla como una victoria de la creatividad sobre el objetivismo indiscriminado y poco imaginativo. Sin embargo, el hecho me preocupa porque me parece que al no distinguir la invención de la mentira se pone en peligro la imaginación”.

 

Hechos y/o/más ficción 1998 Sobre la escritura, la lectura, la imaginación 

Ursula K. Le Guin ed. Cículo de tiza

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Un guardarropa en Berlín

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«La forma en que cada afirmación de un clásico puede recoger los comentarios de la posteridad puede compararse, en cierto modo (si se me permite recurrir a una imagen tan trivial),con un gancho o con la percha de la pared de un guardarropa.Los sucesivos usuarios del guardarropa llegan uno tras otro y cuelgan en la percha sombreros, chaquetas, paraguas, bolsas y demás; la carga se hincha, densa, colorista, diversificada,y finalmente la percha desaparece por completo bajo ella. Para el lector nativo, el clásico es una cosa intrincada y abarrotada, es un lugar lleno de personas y de voces, de cosas y recuerdos que vibran con ecos. Para el lector extranjero, sin embargo, el clásico ofrece a menudo el aspecto solitario del guardarropa después del horario de trabajo: una habitación vacía sólo con hileras de perchas desnudas sobre una pared desnuda, y esa austeridad extrema, esta simplicidad firme desconcertante, explica en parte la impresión paradójica de modernidad que es más probable que él experimente».

Breviario de saberes inútiles

Simon Leys

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Nos vemos el 17 a la tarde

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De martes a viernes de 18:00 h. a 20:30 h.
Sábados de 12:00 h. a 14:00 h. y de 18:00 h. a 20:30 h.
Domingos y festivos de 12:00 h. a 14:00 h.
Lunes cerrado.

Navidad

Días 21, 25 y 28 de diciembre, 1, 4 y 6 de enero: Cerrado.
Del 22 de diciembre al 5 de enero, de 12:00 h. a 14:00 h.
Sábados de 12:00 h. a 14:00 h. y de 18:00 h. a 20:30 h.

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Los colores de nuestros recuerdos. Michel Pastoureau

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Un paseo por lo que queda del barrio

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Nuestra necesidad de consuelo es insaciable. Stig Dagerman

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«Estoy desprovisto de fe y no puedo, pues, ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia una muerte cierta. No me ha sido dado en herencia ni un dios ni un punto firme en la tierra desde el cual poder llamar la atención de dios; ni he heredado tampoco el furor disimulado del escéptico, ni las astucias del racionalista, ni el ardiente candor del ateo. Por eso no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si ésta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable.

Yo mismo persigo el consuelo como el cazador su presa. Por dondequiera que en el bosque lo vislumbre, disparo. A menudo no alcanzo más que el vacío; pero alguna que otra vez cae a mis pies una presa. Y como sé que el consuelo no dura más que el soplo del viento en la copa del árbol, me apresuro a apoderarme de ella.

¿Y qué tengo entonces entre mi brazos? Puesto que estoy solo: una mujer amada o un desdichado compañero de viaje. Puesto que soy poeta: un arco de palabras que no puedo tensar sin un sentimiento de dicha y de horror. Puesto que soy prisionero: una súbita mirada hacia la libertad. Puesto que estoy amenazado por la muerte: un animal vivo aún caliente, un corazón que palpita sarcásticamente. Puesto que estoy amenazado por el mar: un arrecife de duro granito.

Pero también hay consuelos que me llegan como huéspedes sin haberlos invitado y que llenan mi aposento de odiosos cuchicheos: Soy tu deseo – ¡ama a todo el mundo! Soy tu talento -¡abusa de él como abusas de ti mismo! Soy tu sensualidad – ¡solamente viven los sibaritas! Soy tu soledad -¡menosprecia a los seres humanos! Soy tu deseo de muerte -¡corta!

El equilibrio es un listón estrecho. Veo mi vida amenazada por dos poderes: por un lado, por las ávidas bocas del exceso; y por otro, por la avara amargura que se nutre de sí misma. Pero rehuso elegir entre la orgía y la ascesis, aunque sea al precio de una confusión mental. Para mí no basta con saber que, puesto que no somos libres en nuestros actos, todo es excusable. Lo que busco no es una excusa a mi vida sino todo lo contrario a una excusa: la reconciliación. Al fin me doy cuenta que cualquier consuelo que no cuente con mi libertad es engañoso, al no ser más que la imagen reflejada de mi desespero. En efecto, cuando mi desespero me dice: Desespera, puesto que cada día no es sino una tregua entre dos noches, el falso consuelo me grita: Espera, pues cada noche no es más que una tregua entre dos días.

Pero de nada le vale al ser humano un consuelo brillante; necesita un consuelo que ilumine. Y todo aquel que quiera convertirse en una persona malvada, es decir, una persona que actúa como si todas las acciones fueran defendibles, debería, al lograrlo, tener al menos la bondad de advertirlo.

Son innumerables los casos en los que el consuelo es una necesidad. Nadie sabe cuándo caerá el crepúsculo y la vida no es un problema que pueda ser resuelto dividiendo la luz por la oscuridad y los días por las noches; es un viaje imprevisible entre lugares inexistentes. Puedo, por ejemplo, andar por la orilla y sentir de repente el horrible desafío que la eternidad lanza sobre mi existencia y el perpetuo movimiento del mar y la huida constante del viento. ¡En qué se convierte entonces el tiempo sino en un consuelo por el hecho de que nada de lo humano es duradero y qué consuelo tan miserable que sólo enriquece a los suizos!

Puedo estar sentado ante la lumbre en la habitación menos expuesta al peligro y sentir de pronto que la muerte me rodea. Está en el fuego, en todos los objetos puntiagudos que me rodean, en la solidez del techo y en el grueso de las paredes, está en el agua y en la nieve, en el calor y en mi sangre. ¡En qué se convierte entonces el sentimiento humano de seguridad sino en un consuelo por el hecho de que la muerte es lo más cercano a la vida y qué consuelo más miserable que no hace más que recordarnos aquello que quiere hacernos olvidar! Puedo llenar todas las hojas en blanco con la más hermosa combinación de palabras que mi cerebro pueda imaginar. Puesto que deseo confirmar que mi vida no es absurda y que no estoy solo en la tierra, junto todas estas palabras en un libro y se lo ofrezco al mundo. A cambio, éste me da dinero, gloria y silencio. Pero qué me importa a mí el dinero y qué me importa contribuir al progreso de la literatura; sólo me importa aquello que nunca consigo: la confirmación de que mis palabras conmueven el corazón del mundo. ¡En qué se convierte entonces mi talento sino en un consuelo a mi soledad y qué consuelo más terrible que sólo consigue que sienta mi soledad cinco veces más fuerte!

Puedo ver la libertad encarnada en un animal que atraviesa veloz un claro del bosque y oír una voz que murmura: ¡vive con sencillez, toma lo que desees y no temas las leyes! ¡Pero qué es este buen consejo sino un consuelo por el hecho de que la libertad no existe y qué implacable consuelo para quien entiende que el ser humano tarda millones de años para convertirse en lagarto!

Puedo, finalmente, descubrir que esta tierra es una fosa común en la que el rey Salomón, Ofelia y Himler reposan uno junto al otro. De lo cual concluyo que el verdugo y la infeliz gozan de la misma suerte que el sabio y que la muerte puede parecer un consuelo a una vida errónea. ¡Pero qué consuelo más atroz para quien querría ver la vida como un consuelo por la muerte!

No tengo filosofía alguna por la que moverme como pájaro en el aire o como pez en el agua. Todo lo que tengo es un duelo que se libra cada minuto de mi vida entre los falsos consuelos que sólo aumentan mi impotencia y hacen más profundo mi desespero, y los consuelos verdaderos que me llevan a la liberación momentánea, o mejor dicho: el consuelo verdadero, puesto que sólo existe para mí un consuelo verdadero, aquel que me dice que soy un hombre libre, un individuo inviolable, un ser soberano dentro de mis límites.

Pero la libertad empieza por la esclavitud, y la soberanía, por la dependencia. La señal más cierta de mi servidumbre es mi temor de vivir. La señal definitiva de mi libertad es el hecho de que mi temor cede el sitio a la alegría de la independencia. Puede parecer que necesito la dependencia para poder conocer, al fin, el consuelo de ser un hombre libre, y seguramente es cierto. A la luz de mis actos me doy cuenta que el objetivo de toda mi vida ha sido labrar mi propia desdicha. Lo que podría traerme libertad me trae esclavitud y cargas en vez de pan.

Otra gente tiene otros señores. A mí, por ejemplo, me esclaviza mi talento hasta el punto de no atreverme a utilizarlo por miedo a perderlo. Además, soy de tal modo esclavo de mi nombre que apenas me atrevo a escribir por miedo a dañarlo. Y cuando al fin llega la depresión soy también su esclavo. Mi mayor aspiración es retenerla, mi mayor placer es sentir que todo lo que yo valía residía en lo que creo haber perdido: la capacidad de crear belleza a partir de mi desesperación, de mi hastío y de mis debilidades. Con amarga dicha deseo ver mis casas caer en ruina y verme a mí mismo sepultado en las nieves del olvido. Pero la depresión es una muñeca rusa y en la séptima muñeca hay un cuchillo, una hoja de afeitar, un veneno, unas aguas profundas y un salto al vacío. Acabo por convertirme en esclavo de todos estos instrumentos de muerte. Como perros me persiguen, o yo a ellos como si fuese yo mismo un perro. Y creo comprender que el suicidio es la única prueba de la libertad humana.

Pero, viniendo de un lugar insospechado, se acerca el milagro de la liberación. Puede acaecer en la orilla y la misma eternidad que, hace un momento suscitaba en mí temor, es ahora el testigo de mi nacimiento a la libertad. ¿En qué consiste este milagro? Simplemente en el súbito descubrimiento que nadie, ni ningún poder ni ningún ser humano tiene derecho a exigirme que mi deseo de vivir se marchite. Ya que si este deseo no existe, ¿qué es lo que puede existir?

Puesto que estoy en la orilla del mar puedo aprender del mar. Nadie puede exigirle al mar que sostenga todos los navíos, o al viento que hinche constantemente todas las velas. De igual modo nadie puede exigirme que mi vida consista en ser prisionero de ciertas funciones. ¡No el deber ante todo, sino la vida ante todo! Igual que los demás hombres debo tener derecho a unos instantes durante los cuales pueda dar un paso al lado y sentir que no soy únicamente parte de esta masa a la que llaman población, sino una unidad autónoma.

Solamente en este instante puedo ser libre ante los hechos de la vida que antes causaron mi desesperación. Puedo confesar que el mar y el viento me sobrevivirán y que la eternidad no se preocupa de mí. ¿Pero quién me pide preocuparme de la eternidad? Mi vida es corta sólo si la emplazo en el cepo del tiempo. Las posibilidades de mi vida son limitadas sólo si cuento el número de palabras o de libros que tendré tiempo de escribir antes de morir. ¿Pero quién me pide contar? El tiempo es una falsa unidad de medida para medir la vida. El tiempo, en el fondo, es una unidad de medida sin valor ya que sólo alcanza las obras avanzadas de mi vida.

Pero todo lo importante que me ocurre y que da a mi vida un maravilloso contenido: el encuentro con una persona amada, una caricia, la ayuda en la necesidad, el espectáculo de un claro de luna, un paseo a vela por el mar, la alegría que se siente por un hijo, el estremecimiento ante la belleza, todo esto ocurre completamente fuera del tiempo. Da lo mismo que encuentre la belleza en el espacio de un segundo o de cien años. La dicha no solamente se sitúa al margen del tiempo sino que niega toda relación entre la vida y el tiempo.

Descargo pues de mis hombros el fardo del tiempo y, a la vez, la exigencia de sacar buenos resultados. Mi vida no es algo que deba ser medido. Ni el salto del ciervo ni la salida del sol son buenos resultados conseguidos en una prueba. Tampoco una vida humana es la superación de una prueba, sino algo que crece hacia la perfección. Y lo que es perfecto no realiza pruebas con buenos resultados, lo que es perfecto obra en estado de reposo. Es absurdo pretender que el mar está hecho para sostener armadas y delfines. Ciertamente lo hace, pero conservando su libertad. Del mismo modo es absurdo pretender que el ser humano esté hecho para otra cosa que para vivir. Ciertamente aprovisiona máquinas y escribe libros, y también podría hacer otras cosas. Lo importante es que, haga lo que haga, lo hace conservando su libertad y con la plena conciencia de ser, como cualquier otro detalle de la creación, un fin en sí. Reposa en sí mismo como una piedra en la arena.

Puedo incluso librarme del poder de la muerte. No es que pueda librarme de la idea que la muerte corre detrás de mis talones, y menos aún puedo negar su existencia; pero puedo reducir a la nada su amenaza dejando de apoyar mi vida en soportes tan precarios como el tiempo y la gloria.

Por el contrario no está en mi poder permanecer siempre vuelto hacia el mar y comparar su libertad con la mía. Llegará el momento en que tendré que volverme hacia la tierra y encararme a los organizadores de mi opresión. Entonces me veré obligado a reconocer que el ser humano ha dado a su vida unas formas que, al menos en apariencia, son más fuertes que él. Incluso con mi libertad recientemente alcanzada no puedo destruirlas, sino solamente suspirar bajo su peso. Por el contrario, entre las exigencias que pesan sobre el hombre puedo distinguir las que son absurdas y las que son ineludibles. Para mí, un tipo de libertad se ha perdido para siempre o por un largo tiempo: la libertad que procede de la capacidad de dominar su propio elemento. El pez domina el suyo, el pájaro el suyo, el animal terrestre el suyo. Thoreau dominaba todavía el bosque de Walden. ¿Dónde se encuentra ahora el bosque en el que el ser humano pueda probar que es posible vivir en libertad fuera de las formas congeladas de la sociedad?

Debo responder: en ninguna parte. Si quiero vivir libre debo hacerlo, por ahora, dentro de estas formas. El mundo es más fuerte que yo. A su poder no tengo otra cosa que oponer sino a mí mismo, lo cual, por otro lado, lo es todo. Pues mientras no me deje vencer yo mismo soy también un poder. Y mi poder es terrible mientras pueda oponer el poder de mis palabras a las del mundo, puesto que el que construye cárceles se expresa peor que el que construye la libertad. Pero mi poder será ilimitado el día que sólo tenga mi silencio para defender mi inviolabilidad, ya que no hay hacha alguna que pueda con el silencio viviente.

Este es mi único consuelo. Sé que las recaídas en el desconsuelo serán numerosas y profundas, pero la memoria del milagro de la liberación me lleva como un ala hacia la meta vertiginosa: un consuelo que sea algo más y mejor que un consuelo y algo más grande que una filosofía, es decir, una razón de vivir».

 

Traducción de José Mª Caba

 

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