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Passy en invierno : Cine

Un elevador eléctrico y el Océano Negro

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Después de diez años vuelvo al museo Asakura. No recordaba que el escultor había hecho construir un pozo con un elevador eléctrico para trabajar las esculturas al nivel adecuado. El hueco es circular, pero la base es hexagonal. Sobre ella está la estatua de Ōkuma Shigenobu, una mole gris de dos metros. Subo a la terraza donde el escultor tenía su huerto y desde el que se ve, en vertical, el estanque recogido entre las paredes del patio y los arbustos. Las carpas rojas nadan de esquina a esquina.

La guía del museo del escultor Asakura habla alemán porque su cantante de ópera favorito es alemán. Me ha dado un mapa de Ueno para decirme dónde hay un par de museos tranquilos y cuando he ido a marcarlos con un bolígrafo negro ha venido una cuidadora -ha aparecido por detrás como el rayo- para ofrecerme un lápiz. Hemos hablado del color en la escritura. Me ha mostrado su acreditación desmintiendo mi idea del gris, pero luego ha añadido algo: los japoneses no son de sí o no, andan en el gris. Al rato me he acordado de aquella idea para el libro de la plata, las fundas de las bicicletas y de los coches. Ahora ando aquí dándole vueltas al color. Miro estos azules y rojos que aparecen en todas partes.

No solo por la enfermedad; el deseo de no molestar con la presencia propia y el de ocultar el rostro, parecen motivos para la mascarilla. Hoy, en el tren, una chica se arreglaba los mechones del pelo debajo de su sombrero mientras se miraba en el espejito de la funda del móvil. Aparte de sus ojos es todo lo que mostraba.

En el Palacio Yamamoto Tei, muchas mesas están hoy ocupadas por mujeres que toman un té. Nadie habla demasiado alto. La veranda está cerrada por cristaleras finas desde las que se ve el jardín en trampantojo: es como estar frente a un bosque que en realidad no existe. la elevación del fondo y un falso salto de agua entre los árboles producen la sensación de distancia. A mi izquierda, el hombre al que intento fotografiar se ha dado cuenta y se marcha.

En el jardín del palacio hay aún algunos macizos florecidos, desde aquí parecen lirios. Están a punto de marchitarse. El cielo está horrible, es como nata sin cuajar, tan desagradable como ayer. Tan desagradable como yo mismo. Con la entrada al palacio del té se puede visitar también al museo de Tora san. En España hay un Museo Berlanga, pero es virtual.

Dos chicos están practicando peluquería en un cementerio. No tienen problema en que los fotografíe. Como el que hace de peluquero llevaba gorra de visera su cara quedará oscura. Al otro, al sujeto paciente, le pido que gire la cabeza a la izquierda porque me mira con una seriedad que quisieran muchos modelos. Al rato, me alcanzan en la estación de metro, y me piden hacer una foto de la foto. En nuestro horrible inglés los tres hablamos del tiempo de formación y del futuro de un peluquero en Tokio.

He perdido la gorra de Ken, justo ahora ahora que empezaba a despelucharse. Al rato paso junto a una tienda de confecciones y en la calle hay un aparador con varios modelos de gorras. La encargada me ofrece algunas. Siempre he querido una sahariana de las que cubren la nuca, pero cuando me veo en el espejo desisto de inmediato. Una gorra de ala regular es suficiente. Aún me ha ofrecido un sombrero estilo Tora san.

Vuelvo al bar de casi todos los días y como caballa y pollo en brocheta con dos cervezas. El elevador del museo de Asakura, ese mecanismo tan práctico, me sigue dando vueltas en la cabeza. El hexágono dentro del círculo. La estatua del hombre vestido de profesor apoyado en su bastón, porque había perdido una pierna a causa de la explosión de una bomba lanzada por un miembro de la Sociedad del Océano Negro. Demasiado conciliador para ellos.

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Lo exótico y el alivio

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A las 06:30 llueve bastante Salgo a dar una vuelta por Matsudo. Hay quien dice que este es un barrio sin interés, un sitio para dormir. 450.000 habitantes tienen que dar para más. Al atarceder, la plaza delante de la estación es un mini Tokio. Los edificios de 10 pisos está llena de restaurantes, tiendas de electrónica, ropa, papelerías. Todo hacia arriba, hacia la grúa que señala por dónde se amplía la estación.

Estaría encantado de saber qué busco. Tengo el recuerdo de una conversación, sentados delante de un bungalow junto al rio San Lorenzo en Gaspesie, hablábamos de fotografía. F Me dijo: -¡Ah! Tú buscas lo exótico-. Le contesté lo primero que se me ocurrió: -Me parece que busco lo parecido-. 

Nunca había dormido en un motel. Uno de verdad, con su jardincito, su mesa para cenar fuera, la cama ancha y la sensación de que puede venir un asesino con un hacha. No he olvidado el reproche ni la contestación, y aquí estoy, de paseo por Matsudo en busca de semejanzas.

La lluvia ha hecho desaparecer a peatones y ciclistas. En un parquin de bicicletas, el encargado me pide que me aparte: los clientes entran deprisa, después de tomar una curva de 90 grados. Le entrego una tarjeta impresa donde explico en qué estoy trabajando. La mira con desdén y ne la devuelve. No conozco a nadie, ni con nadie puedo hablar. Vuelvo al hotel antes de que termine el horario del desayuno. Dos mujeres hablan en francés. Podrían ser de Nueva Caledonia o de la Polinesia Francesa. Gritan muchísimo. ¿Tienen que sentarse a mi lado? Además, los pies de pata de las sillas no están protegidos, así que el desayuno es un estrépito ¿Tanto valen 160 conteras de goma?

Salvo el café, el desayuno es bueno. Hay té verde. Mientras me sirvo sopa de misho, un poco de arroz blanco y una ensalada con encurtidos, recuerdo la tablilla que dejé ayer para quemar en el templo de Shibamata. Hace años, se puso de moda por aquí un tipo de confesión comunitaria en la que los fieles escribían sus pecados en un papelito y luego el oficiante los quemaba todos en un recipiente. Escribí ayer algo que nunca había escrito, que nunca he dicho y lo dejé en el montón de quemar.

En medio de este chirriar de sillas y francés ultramarino, los dos recuerdos unidos por el bol de arroz, me llevan otra vez a Barthes: Ni para Barthes ni para las tablillas la escritura busca durar. No se trata de fijar un sentido, sino de provocar un movimiento: desgarro o alivio. La culpa deja de ser una carga y se convierte en eso, en escritura. La madera fina y el rotulador que los monjes te facilitan a cambio de 300 yenes convierten el sentimiento en algo casi gozoso: escribir y destruir. Un poco más de té verde y exotismo a gritos.

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Una malla de gallinero

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En el templo budista de Shibamata, un monje vestido de negro hace chocar dos tablas de madera con poco sentido del compás. Canta algo indefinido. Algo que se parece a las canciones que cantan los indios alrededor del fuego, en las películas del Oeste. 

Cuando termina de golpear las tablillas, el monje comienza a rezar. Está sentado en la postura del loto cerca del altar. Le separa de los fieles dos escalones y una red de gallinero sujeta por una estructura de madera. El monje sigue rezando, hasta que golpea dos veces un gong de bronce. El recubrimiento de fieltro del mazo hace que el sonido sea profundo y prolongado. 

Desde un edificio contiguo, se escucha otro tableteo sin un patrón definido; un crotoreo de cigüeña desganada. Esa especie de desidia en el ritmo, hace del sonido algo imprevisible. No cabe otra cosa que la tensión: El no iniciado espera que, en cualquier momento, se encadene un compás que le arrastre a la laxitud, pero la cadencia no llega nunca.

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Arbus en el hotel

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«Estoy en un enorme y precioso hotel blanco y adornado que está en llamas, condenado, pero el fuego arde tan lentamente que a la gente todavía se le permite entrar y salir libremente. No puedo ver el fuego, pero el humo flota por todas partes, especialmente alrededor de las luces. Es terriblemente bonito. Tengo prisa y tengo muchas ganas de fotografiar. Voy a nuestras habitaciones a buscar lo que debo guardar y no lo encuentro, sea lo que sea. Mi abuela está por ahí, quizá en la habitación de al lado. No sé qué estoy buscando, qué debo salvar, cuándo se derrumbará el edificio, qué debo hacer, durante cuánto tiempo puedo fotografiar. Quizás ni siquiera tengo película o no encuentro mi cámara. Me interrumpen constantemente. Todo el mundo está ocupado y deambulando, pero todo está tranquilo y un poco lento. Los ascensores son dorados. Es como el Titanic que se hunde… Estoy llena de alegría pero ansiosa y confundida y no puedo llegar a fotografiar. Toda mi vida está ahí. Es una especie de éxtasis tranquilo pero dolorosamente bloqueado, como cuando nace un bebé y las enfermeras te piden que esperes porque no están preparadas. Estoy casi abrumada por el deleite, pero atormentada por sus interrupciones. Hay cupidos tallados en los techos. Quizás no pueda fotografiar si guardo algo, incluida la cámara y a mí misma. Estoy extrañamente sola, aunque hay gente por todos lados. Siguen desapareciendo. Nadie me dice qué hacer, pero me preocupa estar descuidándolos o no hacer algo que se supone que debo hacer. Es como una emergencia en cámara lenta. Estoy en el ojo de la tormenta».

Revelations

Cuaderno de sueños de 1959 (nº1)

Diane Arbus

 

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La eficacia de la imagen

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La cabina, podía verse de formas muy distintas cuando se estrenó. Un fotograma de la película sirve como cartel para una exposición del MNCARS, abierta hasta el 28 de junio. Hoy, lo miras y ya tiene más interpretaciones. Las imágenes, si son buenas, aguantan por muchos acontecimientos que les añadas; personales o colectivos.

Las fotografías de la calle durante la pandemia resultan, por ahora, anodinas. Es lógico, porque cualquiera que madrugue encontrará calles desiertas en cualquier época del año y en cualquier ciudad. Solo lo desconcertante produce la sensación de vivir en un mundo desconocido.

Es cierto que la imagen sigue a la palabra pero no basta con datar aquella para darle significado. Si nada dice fuera del contexto ¿qué añadirá al relato?

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El objeto de la invención

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Me ducho sin cerrar la mampara y el agua llega hasta el pasillo. Además, llevo puestos unos mocasines. Para secar el charco que se ha formado tiro el albornoz sobre la tarima.

Unos días después, veo en Unorthodox cómo la protagonista, ayudada por una mujer de más edad, se quita el albornoz para sumergirse en el Mikve. Excepto los mocasines, son los mismos elementos. Antes de pasar a la sala de la tina, la chica se ha duchado durante un buen rato para llegar limpia a la inmersión.

No hago interpretaciones de sueños. A veces he sentido anticipaciones y sé que son casualidades. Lo hechos y los sueños provienen de la misma materia pero se contienen en bombos diferentes. El de los hechos es difícil de describir, pero podemos hacernos una idea acerca de cómo es el de los sueños, a pesar del desacuerdo entre los especialistas: se parecerá mucho a un dispositivo extractor de bolas para máquinas recreativas de azar como. este que patentó Jesús Franco: «El objeto de la invención es proporcionar un dispositivo extractor de bolas, sencillo, económico, silencioso, rápido en la lectura de las bolas y mucho más limpio en lo que respecta a la posible entrada de suciedad al mismo (…) para que el jugador pueda ver que no existe ningún tipo de trampa y que el proceso de extracción de las bolas se rige exclusivamente por el azar». Aunque el azar, excepto en el mundo cuántico, es algo dudoso.

La misma chica acude después al ensayo de una orquesta de cámara. Al cabo de un tiempo, recibe una fría respuesta de uno de los músicos y se marcha.

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Quai Saint Bernard

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Estoy solo, oyendo a unos músicos de jazz. Llevo dos días escuchándolos ensayar. En un descanso ven una película antigua y le pregunto a uno de ellos si hacen música para cine. Me contesta muy serio y algo condescendiente que no, que sólo hacen jam session.

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En la biblioteca de Alzuza

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«Hasta que no ordene y revise mi pobre biblioteca…»

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Juan Fontanive

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vía: http://vimeo.com/fontanive

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Una vida en tres actos

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Querido L.:

 

He leído rápido Una vida en tres actos de Julio Caro Baroja. Siento que la publicación no haya corrido a cargo de Ken porque habría sido un buen libro para esta Navidad. Considerémoslo un apéndice de la colección. No creo, de todas formas, que los herederos se hubieran mostrado remisos a ceder sus derechos, a la vista de la edición.

Leí hace años Los Baroja. Quién no. Lo devoré y lo volví a leer hasta que la encuadernación mostró sus debilidades. Esta vida en tres actos, aunque no sea más que una breve aproximación a aquel libro denso y emocionante, produce una quietud especial. La manera de mirar la vida de Julio Caro me resulta envidiable,; por encima del trabajo y de las ideas, hay un sentido forjado en la irrealidad de los libros que lo hace profundamente humano.

Desde luego, yo prefiero leerlo en papel, mucho más si vosotros os encargáis del diseño pero si alguien prefiere lo digital, anda por ahí una versión en bits.

Un párrafo: “Cuando pienso ahora en lo que a los vascos les gusta pensar de sí mismos, me doy cuenta –sin embargo- de que el esfuerzo que hizo mi tío para aproximarse a una realidad más honda y fuerte, ha sido esfuerzo vano. Los “vascos profesionales” y “confesionales” siguen creyendo que Amaya o cosas por el estilo encierran el secreto de su ser. Al vasco de cartón-piedra le interesan las novelas de cartón-piedra y los espectáculos del mismo material. Pero acaso le pasa lo mismo al, al castellano, al catalán o al andaluz, al español de izquierdas y al de derechas, pétreo y acartonado”.

Nos vemos,

 

Adenda: Julio Caro en A fondo

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Versión para dos monitores

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Josef Schulz

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Inge Morath, de vuelta al Danubio

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The Inge Morath Truck Project

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William Klein, Cine-poster, Tokyo

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Réunion des musées nationaux

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