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Passy en invierno : Tiempo

Aguas turbulentas

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Tengo que mirar dónde hay un embarcadero para cruzar el rio Edo. Hay una canción de los años 70 interpretada por una pareja que anhela salir de Shibamata, atravesando el río, bajo la lluvia.

Quiero lo contrario: entrar desde Chiba al lugar viejo, al lugar del que no se sale, donde arden las casas, las cabezas de león aparecen en el río y donde la dirección del tiempo extingue el deseo de volver. Y quiero que alguien me lleve de una orilla a la otra. Los budistas japoneses tienen un puente para las almas virtuosas y un vado para quienes cometieron pecados veniales. Ninguna de ambas posibilidades sirven a mi propósito: la segunda porque, a su paso por Shibamata, el río es profundo. La tercera, las aguas turbulentas, está reservada para quienes pecaron seriamente. ¿Cómo de fuerte es la corriente del Edo? 

Como en la laguna Estigia, también aquí hay dinero de por medio, los deudos dejan unas monedas al lado del difunto. El dinero lo allana todo. Al pasar la barca. Recuerdo La isla de los muertos de Arnold Böcklin. Al menos la que vi en la Antigua Galería Nacional de Berlín hace años. Böcklin repitió el cuadro muchas veces, aunque el primero lo hizo por encargo: -Pínteme algo que me haga soñar-. Le pidió una princesa que había enviudado hacía poco.

Algo así. No tan tétrico. Crúceme. Que alguien me lleve de un lado al otro. Por dinero. Porque tal vez tenga una concesión y esté obligado a remar para quienes tienen o quieren ir al otro lado.

Después de cenar caballa y panceta con tomate, vuelvo al hotel a por el trípode y doy un paseo alrededor de la estación. Las cervezas han provocado un efecto tranquilizador. Hago una foto. Eso es todo. C.K. me decía que los japoneses no se preocupan tanto a la hora de fotografiar o de componer un libro de fotos. Para ella no hay razones morales que iluminen un trabajo, ni un comportamiento ético que lo justifique. Sin embargo, la calidad estética de las fotografías de C.K. debe entenderse como una posición ética. Cuidar la forma dice mucho sobre cómo se relaciona con el mundo, sobre qué merece su atención y qué no. Los japoneses usan Yūgen para referirse, en lo estético, a lo que se sugiere y no puede ser dicho. Tal vez sea eso.

Creo que Wittgenstein no estudió filosofía oriental, pero algunas de sus proposiciones parecen escritas a este lado del mundo: 6.421 “Es claro que la ética no puede expresarse. La ética es transcendental. (Ética y estética son lo mismo)”. Posiblemente a esto se refiera C.K cuando me dice estas cosas y no nombra otras. Esa relación profunda es para mí un objeto inalcanzable y quienes llegan a entender la unidad de ambas son dignos de cruzar el Sanzu no Kawa a través del puente de la virtud.

Vuelvo al hotel. Ha empezado a llover. Ya no hay avisos sonoros en la estación; solo se oyen los trenes que llegan y se van, cada vez con menos frecuencia. Miro una última vez a través del visor de la cámara y veo a cualquiera menos a mí.

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Las crisálidas

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Viajo al azar y llego a la estación de Keisei-Tsudanuma. Atravieso un polígono industrial limpísimo. Unos operarios cortan los setos que bordean las calles. Además del empleado que maneja la motosierra, otros cuatro sujetan dos mamparas transparentes para que los restos de la poda no salgan ni a la carretera ni a las aceras.

Busco un camino que me lleve al mar. Encuentro una senda junto al Centro de reciclaje de Narashino. Llego a una larga escollera de bloques tetrápodos y una linea paralela de cubos de piedra blanca. Para evitar que la linea se haga cegadora hay, de vez en lcuando, un cubo gris. el perfil de algunos barcos mercantes reverbera en la bahía. Hay una luz horrible. Nada que hacer aquí. Nada que pensar.

He tomado antes unas fotos en un parque infantil. Ahí, a lo mejor, pero no creo. Se me ha ocurrido algo como Little Tokyo, pero me parece una mierda de idea. Tengo el cráneo vacío, hueco. Sin nada.

Una hora de viaje en tren y otra de vuelta. Un largo paseo al sol para nada. El resultado de no planificar el día, como si la inspiración fuera a venir del cielo. Por qué miramos al cielo. Qué gesto tan gratuito. El camino de la sabiduría. El camino, día tras día, pero mejor planificado, y ni aun así.

Para terminar la tarde hago un par de fotos en la estación de Matsudo. Dos chicas jóvenes se tapan la cara. Les sonrío. Todo está cambiando en Japón. N.C. me había hablado de que solo ahora, las mujeres han comenzado a tener conciencia de su propio cuerpo.

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Arroz y trenes

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Me levanto tarde. Casi no llego al desayuno. No recordaba que el servicio termina a las 09:00. Me sirvo unas salchichas y cuando me doy la vuelta ya están retirando las verduras. Salchichas con mostaza pues. Queda un culín de arroz blanco y el dispensador de té aún funciona. 

Vuelvo a la entrada del parking, a la vuelta de la esquina. Está pintada de azul. Me gusta su proporción. Es baja y ancha. Hay una plataforma circular para que los coches giren en el menor espacio posible. Además, el semáforo que da paso es azul turquesa y combina muy bien con el color de las paredes y el gris metálico de la plataforma. Ahora hay demasiada luz. Volveré de noche.

A la derecha, en el borde del barrio de la estación, hay un terraplén que salvan unas escaleras integradas en un edificio de 6 pisos. En todos hay negocios que a las 10:00 no están abiertos. Arriba, hay aparcamiento de bicicletas a lo largo del parque en el que estuvo la escuela de Ingeniería del Ejército Imperial Japonés. Quedan los pilares de la entrada. La Escuela funcionó hasta la guerra. En una placa se recuerda una batalla. Ahora el parque se llama Central Park. Hay juegos para niños. La arena está cubierta con una lona para que no se embarre. Un jardinero limpia las hojas de los pinos con una escoba vegetal. Vuelvo al hotel a por una chaqueta. En el rato que he estado fuera, unos operarios han montado dos hileras de taquillas para las maletas. Los había visto cuando he salido, mirando el plano de la instalación. 

Me voy a Shibamata. Me equivoco de tren y una hora más tarde como en un restaurante junto a la estación del barrio. Me siento en la terraza, junto a las vías viendo los trenes que se cruzan. Arroz frito, sopa de misho y té helado. En el paso a nivel desmontan los ciclistas, esperan los peatones. Antes, desde lejos, se oyen los avisos en los pasos anteriores conforme se van cerrando; una sucesión de llamadas que dan idea del tiempo y el espacio. Luego las luces amarillas parpadean rápido y caen las barreras. 

Fotografío algunos anejos del templo y luego me quedo delante de unos leones protectores del templo. Dice el cartel que uno de ellos perteneció a la familia Saíto, jefes de la aldea de Shibamata. Como el león se escapaba todas las noches y se comía el arroz del almacén, el jefe Saíto arrojó su cabeza al río Edo. Sin embargo, la cabeza del león remontó los rápidos hasta llegar a la orilla, los aldeanos, sorprendidos, la entregaron al Santuario Hachiman.

A la vuelta, en el metro, bajo la velocidad del obturador. A ver qué pasa.

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El arroyo Sakagawa 

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Amanece a las 04:15. La luz es buena. Desde el piso 12 veo el degradado de azules y rosas de la mañana. Va a durar un instante, así que corro al ascensor. Al oeste de la estación hay un canal que viene del norte de la ciudad y que, más abajo, desemboca en el Edo. Hay mucha vegetación en las riberas. Apenas quedan flores, pero todo está fresco. Ya hay tráfico de bicicletas.

En un recodo, junto a puente de hormigón hay una placa y con un texto y una foto: “El 11 de abril de 1868, cuando se tomó esta fotografía, tras la rendición del castillo de Edo, Tokugawa Yoshinobu, que había estado bajo arresto domiciliario en el templo Kan’ei-ji en Ueno, se dirigió a Mito, y su primer alojamiento fue Matsudo-juku.

Antes de disfrutar de una tranquila sesión de fotos, cuando comparas los tiempos turbulentos con el regreso del Shogun, el paisaje de Sakagawa adquiere un aspecto diferente. En la foto se ve, al fondo a Tokugawa Yoshinobu. La foto fue tomada por su hermano Akitake, quien, como él, era aficionado a la fotografía. Este es el paisaje original de una ladera por donde discurría el agua clara”.

En la foto de es esta entrada, Yoshinobu viste uniforme militar francés, pero esa es otra historia.

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Los Derechos del Hombre

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Hace tan buen tiempo en París que no dan ganas de entrar a la feria. Mejor pasear casi a cuerpo gentil por los Campos de Marte. Cuando atardece, junto al monumento a los Derechos del Hombre, un grupo de chicos montan un botellón con una música bien elegida. La construcción tiene un aire entre egipcio y agnóstico. Aunque a esta hora está cerrado, desde fuera resulta acogedor. En casa leo los comentarios que dejan los visitantes en estas páginas donde un puede escupir lo que le plazca: “Un monumento frío, helado incluso que es en realidad una especie de pequeño templo masónico abarrotado de detalles y referencias esotéricas, más o menos escondido en el corazón de París, y que tiene un solo mérito: revelar públicamente la pertenencia de la República Francesa a (la) Masonería”.

Hay mucho escrito sobre la etimología del término masón. Zbigniew Herbert se refiere a ella cuando habla de las catedrales en Un bárbaro en el jardín (pág. 139): “La terminología que se utilizaba para designar a los diferentes artesanos es bastante pobre y confusa. Muchas veces no se basaba en sus funciones sino en la realidad. Así, un término como el inglés hard hewers, definía los artesanos que trabajaban en las piedras pesadas, como por ejemplo las que hay en los alrededores del condado de Kent, a diferencia de los que labraban piedras más ligeras, que se destinaban a las esculturas, y los llamados freestone masons (posteriormente se utilizó el término abreviado Freemason, del que procede el nombre francés franc-maçon, que, no obstante, en la Edad Media no se conocía, y empezó a circular en el siglo XVIII para referirse a la francmasonería)…”

Unos metros al Este del monumento a los Derechos del Hombre, en la calle Bosquet, está Coedition, que es adonde iba. Es lo que tiene caminar sin rumbo. Quería ver la fachada de esta tienda de muebles. No sé si se puede llamar así: tienda de muebles. Me ha hecho recordar aquellas de hace años en las que se exhibían cuadros de ciervos saltando arroyos, perseguidos por perros de caza. Cabeceros de madera oscura y brillante. Cómodas y mesillas. Comprar el dormitorio. ¿Cómo se amueblan ahora las casas? Como se puede, supongo. Como lo hicimos nosotros. Las bombillas desnudas, algunas sillas regaladas.  Oscar Wilde, mientras se marcha de casa de los Proust: – ¡Qué casa tan fea la suya!

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París, Arizona

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«Creo que la mente es lo más valioso del mundo… Hace poco estuve en Israel y me llevaron de Belén a Jericó por veredas polvorientas hasta llegar a la frontera con Jordania, y el paisaje me pareció un desierto como otro cualquiera, pero con una diferencia: nunca olvido que este es de los más antiguos del mundo; que hace 7.000 años la gente ya construía todos nuestros recuerdos aquí, era una superficie de 300 km. Sólo queda tierra y rocas, no hay vestigios, pero uno lo sabe. Es absolutamente antidialéctico afirmar que no es diferente de cualquier zona desértica de Arizona. No es posible separar las cosas, pues toda nuestra percepción del mundo proviene de nuestra mente. No se puede divorciar algún tipo de existencia formal de la existencia mental, funcionan juntas y encajan bien».

Christo Javacheff

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Este era

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Me he acordado de otro sueño de hace 6 años. Era este coche. ¡Existe!

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Calle Jarauta, Pamplona, 01 01 2020

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Gabrielle Duplantier, Itoiz y el padre Tomás

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12277310_715742928562987_494919476_n12309238_715742911896322_944714282_nMucho antes de que desapareciera bajo las aguas del pantano, el único vinculo que me quedaba con la fe era la iglesia de Itoiz o por mejor decir la misa de los domingos. Iba por el cura. Porque era un tipo que sabía hablar a los vecinos de un pueblo perdido que no estaba en los planes de nadie. No les contaba nada especial pero hacía dos o tres cosas que convertían la misa en un momento agradable: dejaba la puerta abierta, un portalón románico, a mano derecha según se mira al altar y así, el ritmo de la naturaleza entraba en la templo.. Recuerdo un domingo de primavera. Durante la mañana el cielo se había cubierto y para el evangelio comenzó a tronar. Cuando el cura levantó la hostia en la consagración, en ese momento exacto, un rayo cayó a pocos metros de la iglesia. Nadie se inmutó; como si todos entendiéramos que aquello era parte del misterio o del no-misterio.

El sermón parecía siempre el arranque de una charla -jamás había un reproche cristiano- que se prolongaba en el atrio, terminado el oficio. Entonces alguien sacaba un paquete de tabaco. Creo que el cura fumaba Ducados. Sentados en el poyete, a cubierto, frente a Aldunza y muy cerca de donde el Irati y el Urrobi unían sus aguas, encendíamos unos cigarrillos y hablábamos un rato en ese límite arcaico entre lo sagrado y lo profano.

Me acuerdo de todo esto mientras miro unas fotos de Gabrielle Duplantier a las que he llegado por los inescrutables caminos de Facebook. El cura parece el mismo, Tomás Armendáriz. P. y A. me dicen que no es él. Incluso el relato de Gabrielle me hace dudar, pero quiero creer que sí lo es.

Gabrielle me cuenta que llegó a Itoiz cuando empezó su serie de fotografías del País Vasco. Ella había oído hablar de la presa ya construida y de la intensa oposición de los pueblos que iban a quedar sumergidos. Le resultó difícil encontrar Itoiz, porque todas las señales habían sido retiradas, destrozadas o cubiertas con pintura negra. Era –dice- un camino fantasma. “Afortunadamente la iglesia estaba abierta. Una joven del pueblo que estaba allí, en la explanada, nos dijo que solo vivían y trabajaban 3 familias. Se habían sentido traicionados por el Gobierno del que no habían recibido ninguna información sobre la fecha de en la que comenzaría el llenado del embalse y parecía no preocuparse por el reacomodo de sus habitantes. Sus hogares y sus tierras se perderían. Era día de misa, el sacerdote llegó, especialmente de Pamplona para los vecinos. Después de tomar una fotos, nos pidieron, que saliéramos y cerráramos la puerta”.

No hay más. Todo está 200 metros bajo el agua y no es bueno mirar al pasado. Tampoco miro con gusto las aguas del pantano. No hay nada que ver. Solo recuerdo los cigarrillos en el atrio, las golondrinas trisando en el poche Nagore, la poza donde Goñi, el puente colgante de maderas podridas, el canal seco recorrido a pie y el rayo en el momento exacto de la consagración. No hay más. Lo que había me lo ha devuelto Gabrielle con unas fotos.

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De dónde viene todo esto: Passy en invierno. 9 años por el barrio

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