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Passy en invierno : Arquitectura

La calle Mpoumpoulinas

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La vista desde la ventana del hotel es un caos caliente que anima a salir a la calle enseguida. En la aceras, lo árboles tienen medio tronco pintado de blanco, como los tenían aquí a los lados de las carreteras, antes de que los talaran. Muchos comercios están cerrados o tienen una actividad que parece de mera subsistencia. Cerca de la plaza Exarchia, hay coches quemados y las fachadas están empapeladas con carteles reivindicativos en los que se mezclan el griego y el español o aparece el rostro de un Txipras joven y despreocupado.

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De Salónica a Atenas

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Llevo en la cabeza dos libros: La hora inmóvil de Bernad Plossu y PIGS de Carlos Spottorno. En el caso de Plossu, el libro no ha quedado bien. No sé por qué, las fotos tienen un tono caliente que no se corresponde con las copias que expuso en el Jardín Botánico. Las recuerdo más limpias, sin el añadido del acento que no les favorece. De todas formas, dan un idea del Mediterráneo muy personal. Tanto que, aunque se reconoce bien al autor, este se aleja de su punto de vista habitual y retrata las cosas por su nombre. Llama a los objetos con más claridad que en otras ocasiones, les da sentido, los aísla sin apartarlos del contexto y así los sumerge en una luz algo violenta y meridional.

Guardo el libro de Spottorno con cuidado porque lo editó en un papel casi de periódico. En la contraportada colocó el anuncio de un banco de su invención que luego ha vuelto a aparecer en alguna de sus publicaciones: el WTF Bank. “No necesitas dinero. Todo lo que necesitas es crédito”. Dice debajo de un hermoso Ferrari. Al contrario que en otros fotolibros contemporáneos, Spottorno hace alguna advertencia, de manera que la colección de imágenes que muestra -muchas de ellas paradójicas- resulta soportable para los ciudadanos del sur de Europa: “Esto es lo que veríamos –dice- si tradujéramos en imágenes los artículos que leemos en la prensa financiera”.

Los dos libros me sirven para viajar desde Salónica a Atenas por la A1. Si es cierto que los PIGS tienen una idiosincrasia particular, también lo es que nadie quiso ayudarles durante el siglo XX mientras, cada uno de ellos sufría el doloroso sarampión de sus respectivas dictaduras. Lo mismo que ha sucedido en toda la cuenca mediterránea. Llevo la ventanilla abierta y huele a almazaras, a pescado y a los ácidos que desprende la madera cuando se quema. Me viene a la cabeza, todo de una vez, la imagen de Franco y Eisenhower paseando en coche descubierto por la Castellana, la de Atenas desierta cuando el golpe de los coroneles o la de Sarkozy, gritando Vive la Libye! 

Aunque estaba avisado, me sorprende la montaña desparramada de hormigón que es Atenas. Las luces amarillas de las farolas iluminan el extrarradio que parece adentrarse hasta el centro de la ciudad. Llego al hotel sin contratiempos, cerca del parque Areos y el Museo Arqueológico Nacional.

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Akutagawa & Futagawa

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Querida B.:

Leí a pedazos Vida de un idiota. No pude hacerlo del tirón por miedo a caer en la melancolía. Tiene gracia; el libro resulta moderno por disparejo, casi parece hecho de retazos, como los kimonos antiguos pero enseguida te das cuenta de que todo tiene relación: las naranjas y la luz roja del tren, las habitaciones de hotel y la de los domicilios en los que vive Akutagawa. Todos los personajes son él mismo y el mar, en el horizonte… El spleen, la estética y el suicidio me resultan difíciles en la misma coctelera. Aquí, tal vez, con las gotas de exotismo oriental que da la distancia y las que añade, a su vez, las lecturas occidentales de Akutagawa, el resultado es más dulzón, aunque engañoso; como las tiras donde acaban pegadas las moscas en el verano.

 
Solo una cosa me salvó de la tristeza en la que me fue sumiendo la lectura de estos cuentos oscuros. Llegaron unos números de la Rural Houses of Japan cono fotos de Futagawa. Tampoco son la alegría de la huerta, no vayas a creer, pero me sacaron del pozo. Las casas del campo japonés, sin adornos, con todos los muebles recogidos y el hogar a ras de suelo, son tan parcas que animan el espíritu y Futagawa las fotografió como nadie. Así qué terminé el libro con las revistas cerca, por si acaso.  Cuando nuestro amigo se acercaba a la playa con intenciones aviesas o se encerraba en el cuarto del hotel demasiado tiempo, yo salía a tomar el aire unos años después: entre el 58 y el 60.

 
Nos vemos pronto,

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Atocha

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Desmayo en Washington Square

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chicas-parque-nueva-york¿Cuánto hace de esta foto? ¿Diez, once años? De vez en cuando aparece en los archivos y la sigo mirando igual. Esa especie de desmayo con pamela en mitad de Washington Square. No sé si todo puede pasar en cualquier sitio, pero en esta plaza hay una posibilidad de que las cosas sucedan.

Un poco más apartado, recuerdo, había un tipo tocando el saxofón. ¿por qué no estaba en el Blue Note? Cualquiera sabe. Podría haber sido Donald Harrison y estaba junto a la verja del parque.

Muñoz Molina contaba hace tiempo algunas cosas de la plaza: “Quien deambula una tarde fresca de sol por Washington Square, quien se sienta a comer un bocadillo, a mirar a la gente sin hacer nada, a observar las nubes viajeras sobre las cornisas altas de los edificios, a escuchar a un trío de músicos de jazz, no imagina que esa plaza de Nueva York, claramente uno de los lugares memorables del mundo, estuvo a punto de ser destruida, a principios de los años sesenta, en el momento cumbre del urbanismo despótico y la rendición incondicional a los coches: parece mentira ahora, pero a través de Washington Square iba a pasar una autopista de cuatro carriles en cada sentido, y no fueron precisamente arquitectos ni urbanistas los que evitaron la catástrofe. Fue una mujer valerosa y autodidacta, Jane Jacobs, que vivía con su familia en ese vecindario, en la calle Hudson, otra obra maestra involuntaria de ecología cívica, y que llevaba a sus hijos a jugar cada día a Washington Square”.

 

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cerca de la torre de Tokio

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Madrid- Beiging: sin escalas

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Comparaciones, en la página del grupo:  «Wanda Group cuenta con 110.000 empleados en el mundo. ¡120 veces la del Vaticano!»

Ida y vuelta.

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Gabrielle Duplantier, Itoiz y el padre Tomás

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12277310_715742928562987_494919476_n12309238_715742911896322_944714282_nMucho antes de que desapareciera bajo las aguas del pantano, el único vinculo que me quedaba con la fe era la iglesia de Itoiz o por mejor decir la misa de los domingos. Iba por el cura. Porque era un tipo que sabía hablar a los vecinos de un pueblo perdido que no estaba en los planes de nadie. No les contaba nada especial pero hacía dos o tres cosas que convertían la misa en un momento agradable: dejaba la puerta abierta, un portalón románico, a mano derecha según se mira al altar y así, el ritmo de la naturaleza entraba en la templo.. Recuerdo un domingo de primavera. Durante la mañana el cielo se había cubierto y para el evangelio comenzó a tronar. Cuando el cura levantó la hostia en la consagración, en ese momento exacto, un rayo cayó a pocos metros de la iglesia. Nadie se inmutó; como si todos entendiéramos que aquello era parte del misterio o del no-misterio.

El sermón parecía siempre el arranque de una charla -jamás había un reproche cristiano- que se prolongaba en el atrio, terminado el oficio. Entonces alguien sacaba un paquete de tabaco. Creo que el cura fumaba Ducados. Sentados en el poyete, a cubierto, frente a Aldunza y muy cerca de donde el Irati y el Urrobi unían sus aguas, encendíamos unos cigarrillos y hablábamos un rato en ese límite arcaico entre lo sagrado y lo profano.

Me acuerdo de todo esto mientras miro unas fotos de Gabrielle Duplantier a las que he llegado por los inescrutables caminos de Facebook. El cura parece el mismo, Tomás Armendáriz. P. y A. me dicen que no es él. Incluso el relato de Gabrielle me hace dudar, pero quiero creer que sí lo es.

Gabrielle me cuenta que llegó a Itoiz cuando empezó su serie de fotografías del País Vasco. Ella había oído hablar de la presa ya construida y de la intensa oposición de los pueblos que iban a quedar sumergidos. Le resultó difícil encontrar Itoiz, porque todas las señales habían sido retiradas, destrozadas o cubiertas con pintura negra. Era –dice- un camino fantasma. “Afortunadamente la iglesia estaba abierta. Una joven del pueblo que estaba allí, en la explanada, nos dijo que solo vivían y trabajaban 3 familias. Se habían sentido traicionados por el Gobierno del que no habían recibido ninguna información sobre la fecha de en la que comenzaría el llenado del embalse y parecía no preocuparse por el reacomodo de sus habitantes. Sus hogares y sus tierras se perderían. Era día de misa, el sacerdote llegó, especialmente de Pamplona para los vecinos. Después de tomar una fotos, nos pidieron, que saliéramos y cerráramos la puerta”.

No hay más. Todo está 200 metros bajo el agua y no es bueno mirar al pasado. Tampoco miro con gusto las aguas del pantano. No hay nada que ver. Solo recuerdo los cigarrillos en el atrio, las golondrinas trisando en el poche Nagore, la poza donde Goñi, el puente colgante de maderas podridas, el canal seco recorrido a pie y el rayo en el momento exacto de la consagración. No hay más. Lo que había me lo ha devuelto Gabrielle con unas fotos.

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De Middel / Sugimoto

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Bir Hakeim, Línea 6

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paris-photo-201520151114_149(14 Nov. 15) El mercado del boulevard  Grenelle sí está cerrado. Los toldos recogidos y el andén sobre el que pasa la línea 6, casi desierto. En la estación de Bir Hakeim no hay público. El cartel del anuncio de la exposición en el Jeu de Pomme, es una lona solitaria. El museo también estará cerrado. Las columnas que sujetan el puente tienen capas y capas de pintura plateada. A veces, cuando las ilumina el sol, parecen copias fotográficas a la antigua.

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Grullas, Nescafé y crisantemos

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En el aparcamiento hay una jaima de plástico. Desde donde estoy, su vértice apunta justo al este. El color del ocaso invita a mirar en la dirección opuesta y al otro lado el cielo es azul cerúleo con vetas rosas, como el mármol de Estremoz. He venido al hipermercado a comprar unos crisantemos blancos para llevar al cementerio y por el mismo precio me llevo un lánguido y delicado espectro de colores. Mientras miro hacia oriente, una bandada de grullas atraviesa el cielo, formando dos uves, camino del sur y, sobre ellas, en dirección opuesta, cruza una avioneta. La señora de la floristería me dice que ponga las flores en el suelo del auto, apretaditas entre los asientos y ya no hay más luz.

En mitad de Tokio, un cementerio apretujado, colina arriba. En muchas de las tumbas, una taza de café, una lata de refresco o una botella vacía de whisky. Junto a un grifo, hay una escoba, unos cepillos y una pala para uso común.

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Fukase; una tarde de lluvia en el museo Amuse

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japon-miguel_391-2El templo de Senso-Ji se ve muy bien desde la terraza del museo Amuse. Uno puede subir al último piso y sin que nadie le diga nada, sentarse en un silla de plástico y disfrutar del panorama. Las nubes vuelan por encima de la torre casi tan bajas como los cuervos.

Los cuervos en Japón son muy grandes. Aquí te haces a la idea del libro de Masahisa Fukase. No de sus razones, sino de la facilidad de alcanzar el objeto: hay quien piensa que Fukase habla de la guerra y quien cree ver en sus fotografías, la sombra del desengaño amoroso. El caso es que los graznidos te acompañan siempre, vayas donde vayas. Resulta agradable y a la vez un poco siniestro. La mezcla de templos y cuervos, por ejemplo, es muy apropiada porque ayuda a la introspección. No aquí arriba, en la terraza. Desde esta altura, todo se ve de manera más despreocupada. Va a llover. En el cuartel de bomberos de al lado, el jefe de guardia forma al retén, les dirige unas palabras y manda romper filas. Luego bajan las persianas de las cocheras. Son las 5.

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Castillos en Japón

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La librería de donde proviene se abrió en Tokio hace 130 años.

Aquí, un ejemplar completo, aquí, toda la colección y esta, la distancia que recorrió el libro para llegar a otra librería, cerca de casa.  Dame papel

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