Ya está. Ya alargan los días. Llego a la oficina mientras amanece y da la sensación de que el año se abre. Pasará lo que tenga que pasar pero con luz. El tipo del monovolumen que aparcaba ocupando dos plazas, respeta ahora las líneas y deja sitio para un segundo coche. Habrá hecho algún propósito.
Ya hablamos de los coches y la fotografía. Siempre quedan cosas que añadir. Dos ejemplos publicados este año pasado: el libro de David Campany, The road trip, del que ya hay una versión en español y que recoge la obra de varios artistas que recorrieron los Estados Unidos tomando estupendas fotografías; desde Robert Frank a Tayo Onorato y Niko Krebs. Adelantándose al libro, Campany había dado una estupenda conferencia en la Fundación Mapfre, disponible en internet. El otro es un volumen de Takuma Nakahira poco manejable por su tamaño, 105 x 148 x 65 mm y que está dedicado a los coches y las motos que el fotógrafo encontraba a su paso, cuando salía a pasear en bicicleta al amanecer. Es un precioso “ladrillo” sin matices, Las imágenes parecen fotocopias y por eso mismo, aunque están tomadas entre 1978 y 1980, son tan actuales como lo pudieron ser entonces. Coches de frente, de costado, entre la maleza, junto a un árbol, motos repetidas o con mínimas variaciones; ruedas, faros, algo de trafico y vehículos enfundados, como en aquella foto –precisamente- de Robert Frank, entre dos palmeras.
Querido X:
Recordarás cuando compraste el piso de protección oficial y fuimos a verlo un atardecer de primavera. La cocina ya estaba puesta. Me llamó la atención el frigorífico sin panelar, brillante, como de acero y con una puerta tan ancha, tan moderno.
Los pisos a punto de estrenarse, con el eco que produce la falta de cortinas y de muebles, invitan a ser vividos. Dónde pondré esto. Qué irá aquí. Uno se pregunta por las cosas cuando en realidad son los sentimientos y sobre todo los hechos los que irán llenando el espacio.
He recordado aquella visita, casi de obra, hoy que he recibido el libro de Fosi Vegué XY XX. Es una colección de imágenes parciales tomadas a través de un patio de luces, en las que se intuyen las cópulas de unas cuantas prostitutas con sus clientes. Vegué tuvo la suerte, si se puede decir así, de encontrarse con el tema para mostrar después en su libro “una fotografía de lo residual, de algo que está ahí pero que no queremos ver, como si no existiese”.
Yo sí quiero verlo. Y con claridad. Como la tarde en la que me invitaste a tu nuevo piso y, desde el salón, pudimos ver en la casa de enfrente, a una pareja haciendo el amor en el sofá. No era un asunto residual y si apartamos la mirada fue porque posiblemente a ellos no les hubiera gustado saberse observados.
Mirando las fotos de XY XX, ha venido a mi memoria aquel momento olvidado y sobre todo la dicha del amor carnal, la felicidad del amor físico, limpio, visto en otros, sin ninguna connotación perversa. Una fotografía de aquel instante no hubiera sido posible: cualquiera habría reconocido los rostros y creo que estarás de acuerdo conmigo en que tampoco era necesaria.
Con mis mejores deseos para el próximo año,
De los Nuevos parques industriales había una foto, casi escondida, cerca del cuartito del estand. La pared de la izquierda estaba ocupada por una serie completa. No quise ni mirarla. Resultaba abrumadora. Me quedé frente a la nave fotografiada en escorzo, contra la costumbre de Baltz; los árboles recién plantados y la luz de la puerta encendida.
Valérie se acercó educadamente y preguntó si podía ayudarme.
–No lo creo-. Le dije con cara de resignación. –De todas formas, ¿cuánto?
Pronunció el precio como si nada. Luego hizo una pausa y añadió: –Dólares-. Segura de que la moneda no cambiaría las cosas. Charlamos un buen rato de la feria y de qué caro estaba todo. Me alejé buscando más emociones fuertes.
Valèrie me alcanzó cuando entraba en otra galería.
-¿Quiere usted ver otra serie del señor Baltz?
Volvimos. Theresa Luisotti estaba abriendo la caja de que contenía las fotos de Park City. Cada una enmarcada con un paspartú inmaculado y protegida con una hojita traslucida. Están reveladas en un papel japonés muy duro y sin embargo todos los detalles resultan visibles: parece una contradicción. No debería ser necesaria tanta exactitud para decir algo tan simple.
Las manos de la señora Luisotti manejaban las fotos como formas consagradas. En Park City hay menos concesiones que en otras series. Son imágenes que no otorgan ninguna ventaja al espectador. Uno no sabe si atribuirlo a la decisión de seguir explorando una vía felizmente abierta con series anteriores o a un programa estricto preparado desde el principio. Hay literatura al respecto pero es literatura. La señora Luisotti se apartó un momento para contestar una llamada. Dejó extendidas sobre la mesa una docena de fotos y justo bajo mis ojos, la más delicada, la menos Baltz.
Valèrie revoloteaba alrededor pero no se dio cuenta: un hombre con aspecto agradable, gabardina clara y gafas gruesas se acercó a la mesa, agarró una de las fotos y se la acercó a la cara. No era difícil imaginar el efecto de su aliento, la impronta de las gotitas de saliva sobre la superficie revelada.
-¡Ouh! ¡Nou, nou, nou! – Luisotti soltó el móvil, se abalanzó sobre el hombre en cámara lenta y le quitó la foto con unos dedos larguísimos y hábiles. -Nou, nou , nou-. Decía, cada vez más dulcemente, casi sonriendo, con la foto ya a salvo. Mientras él se alejaba, Valèrie, a mi derecha, había sacado una calculadora y pasaba a euros una suma suficiente para comprar un utilitario. Luisotti le hizo un gesto para que aplicara un descuento y le preguntó cuál era el IVA en Francia. Solo por la diferencia con el de España daban ganas de viajar en autobús los próximos años.
Una semana después, Baltz moría en su casa de París.
En el centro de la escalera principal del Grand Palais hay una alfombra roja como de 2 metros de ancho. Arriba, un par de chicos delgadísimos, vestidos con trajes negros, esperan a las visitas verdaderamente importantes. Los VIP, una categoría que ya no es lo que era, entran por la izquierda, haciendo cola. Comienza a chispear, aparece alguien que reparte paraguas entre el personal de la organización.
En la acera hay aparcados 5 o 6 coches de una marca patrocinadora. Una señora que ha madrugado, baja por la alfombra con un paquete rectangular envuelto en papel de burbujas. El chófer le abre la puerta sobre la que está fijado el anuncio de la feria.
En la fila del público raso, delimitada por decenas de vallas metálicas, quien más quien menos luce su cámara de fotos. Hay un chico que lleva en la mano una Phase One. Debe pesar un par de kilos. La maneja igual que una mancuerna. Como predominan los abrigos, los jerséis y los trajes oscuros, los puntitos rojos de Leica se ven a distancia. Ver y ser visto. El deseo de que el mecanismo hable por nosotros.
La chica del guardarropa es de un hieratismo entre misterioso y aprendido. Te da el tique del abrigo como una nota de la que tuvieras que sacar conclusiones. Tal vez esté aún a la salida y pueda preguntarle si “224 A” tiene un segundo significado.
La embajada australiana está muy cerca de aquí: en la Rue Jean Rey. Mientras la fotografiaba apareció un tipo con chaquetón reflectante y casco de obra.
–¿Es usted ingeniero?- preguntó desde lejos.
Qué ganas de decir que sí.
–Es una embajada; no se pueden tomar fotografías. Hay cámaras de seguridad. Llamarán a la policía.
Me acordé de Coco “Ahora estoy dentro. Ahora estoy fuera” y saludé mirando a la cámara más cercana.
El edificio no es muy alegre y las dos columnas que parecen sujetar la fachada resultan un tanto amenazadoras. El hombre del casco se fue hacia la puerta principal.
En la esquina de la Rue de la Fédération y el Quai Branly se apostan los trileros a primera hora de la mañana. Para calentar el ambiente, hacen el juego entre ellos. Siempre resulta un poco burdo. Se supone que quienes se acercan a la Torre Eiffel va tan cortos de reflejos como para caer en la trampa de los cubiletes.
No importa que ellos vistan igual: las mismas deportivas, los mismos pantalones o que ella, la de la panoja, la suelte como si fuera un clínex.
El caso es que siempre pica alguien. La hipnosis de la bolita no tiene fin. Sea del tamaño que sea. Siempre hay un momento en el que vamos confiados a la Torre Eiffel o a la Cibleles.
Y entonces dices: -Quita; que ya sé yo.
«Estoy convencido de que por haberme acostumbrado desde niño a marchar por el buen camino y a no poner engaños ni falacias en mis juegos infantiles (menester es advertir que los de la niñez no son tales juegos, menester es juzgarlos en las criaturas como sus acciones más serias), no hay pasatiempo, por ligero que sea, al cual deje yo de aportar por natural propensión, instintivamente, una tenaz oposición al engaño. En los juegos de baraja mi lealtad es idéntica, trátese de cuartos o de doblones; lo mismo cuando me es indiferente ganar o perder, cuando juego con mi mujer y mi hija, que cuando me las he con un extraño. Mis propios ojos bastan para que me mantenga digno. No hay quien pueda vigilarme tan de cerca, ni nadie a quien yo respete más».
Los Ensayos
Montaigne
J. vino desde el sur de Inglaterra para casar a un sobrino. En el almuerzo, nos sentaron a la misma mesa. Atiende un puñado de parroquias cercanas a Devon aunque nunca se acerca a los acantilados. Es más de huerta que de paisaje largo. Dice que es un hortelano con iglesia. Le pregunté por los inconformistas y me contó algo acerca del estado actual de las capillas y la facilidad con la que se desgajan pequeños grupos de otros que a su vez provienen de iglesias que se habían apartado de la anglicana. Al parecer, cualquier matiz hace que la trama se extienda. No hay curas, no hay una interpretación unívoca de la Palabra y todo puede fluir hacia un lado u otro. Su relato me pareció el de un mundo de “minicismas” en movimiento lento y perpetuo.
Yo había comprado en junio el libro de Martin Parr, sobre todo porque en la página 93 aparece una de sus mejores fotos, tomada cuando su acidez no era extrema y observaba el mundo con algo de condescendencia. En el libro, Las comunidades y las capillas están tratadas, a partes iguales, con respeto e ironía. Se nota en las imágenes el tiempo dedicado. Él y su esposa pasaron muchos meses en la comunidad de Crimsworth Dean, hasta el punto de que Susie Parr llegó a dar clases de catequesis aun no siendo creyente.
Ella es quien se encarga de los textos del libro y hay un párrafo sincero y revelador acerca de las implicaciones de la fotografía:
“Aunque no nos percatamos de ello en ese momento, Stanley Greenwood se tomó nuestro interés por la comunidad y la capilla como un indicio de que podríamos ser nosotros quienes nos ocupáramos de la capilla en el futuro. Esto, en parte, era culpa nuestra, porque nos habían implicado precisamente en lo que intentábamos documentar. Stanley pareció percatarse de su error cuando vio la exposición de las fotografías de Martin en el centro de información turística de Hedben Bridge. Frustradas sus esperanzas, expresó su decepción con cierta amargura”.