La galería Fraenkel ha convertido la pared principal de su estand en una especie de pala d’oro. Los rostros de las hermanas Brown cubren todo el paño, desde el techo al rodapié y en algunos momentos el público ni siquiera se atreve a acercarse para reparar en los detalles. Una campana invisible y protectora forma alrededor un semicírculo de hombres y mujeres que ven, por fin, las fotografías tantas veces reproducidas por los medios. La esposa de Nicholas Nixon y sus hermanas, año tras año, posan para demostrar más los efectos de la fotografía que los del tiempo.
Justo enfrente está la galería David Zwirner. Sin público en este momento, los dos hombres que se sientan a la mesa miran con aire melancólico hacia el espacio de sus colegas, atestado de curiosos. Zwirner, exhibe la obra de Christopher Williams que acaba de ganar con el catálogo de su exposición en el MOMA uno de los premios de The Paris Photo–Aperture Foundation. El título del conjunto de sus obras es muy sugestivo: La cadena de montaje de la felicidad.
Un espectador se acerca a la foto de una Fuji 6×9 y, a su vez, toma una fotografía que me siento obligado a fotografiar.

30 años después, en 2007, tuvo lugar otra manifestación parecida a la de 1977. También salí a la calle con una cámara, no mucho mejor. No había riesgos entonces. Es más: hubo quien posó con la bandera nacional. Dejo el relato de Carlos E. Cué y Mikel Muez pra El País.
Me fascina la atracción que provocan las banderas. Recuerdo bien la legalización de la ikurriña, la alegría que produjo y el entusiasmo con el que se compraron tazas, llaveros, dedales e incluso ceniceros. Me acuerdo también de una larga charla que mantuve con alguien de HB acerca de esto mismo: –La ikurriña me la suda-. Le dije. Me habló de cuántos habían dado su vida por esa bandera. La contestación era obvia.
Alguien dijo que la única bandera posible sería un paño recorrido trasversalmente por una franja que, desde el asta, nunca llegara al batiente, indicando así que el país siempre está por construir. Creo que ni eso.

Solo hace unos meses supe que Javier Balda estuvo haciendo lo mismo muy cerca de la plaza del Castillo. Él estaba en la plaza de san Francisco, fotografiando a quienes esperaban enfrentarse a la manifestación oficial.
Los dos teníamos entonces unos cuadernillos en blanco para maquetar catálogos de la sala de Cultura de la CAN. Los dos los usamos para organizar, sin saber uno del otro, una pequeña crónica de aquel día tan raro.
Ahora hemos preparado una edición de 10 ejemplares y pueden verse juntos en la exposición que ha comisariado Juan Pablo Huércanos para el Centro de Arte Contemporáneo Huarte.
El 3 de diciembre de 1977 tuvo lugar en Pamplona una manifestación promovida por la Diputación Foral de Navarra. El periodista de El País Fermín Goñi escribía acerca de las tensiones del día anterior “debido a la presencia de jóvenes que repartían panfletos con el siguiente texto: «Navarra, sí; Euskadi, no; ven el día 3, a las doce, en la catedral y después, a la plaza del Castillo. ¡Viva Navarra católica y foral! ». Durante todo el día de ayer se produjeron algunos enfrentamientos verbales entre personas de distintas ideologías sin que en ningún momento se pasara a las manos”.
Fui a la plaza del Castillo con una máquina, tal vez una Agfa y estuve disparando hasta que me echaron el alto unos cuantos tipos con pelliza. Les di el rollo que no era y después de revelar las fotos monté un folleto que ha andado por casa estos 37 años.
No hay apenas texto, aparte del título y los créditos de la edición, una frase de Amadeo Marco, entonces vicepresidente de la Diputación: “Cuanto más conozco a los hombres ¿eh..? más quiero a mi perro”. Claro, la frase no es suya, excepto la pausa interrogativa. En la contramanifestación del día 8, uno de los gritos que se corearon fue: “Amadeo, gamberro, vete con tu perro”.
En el centro de la escalera principal del Grand Palais hay una alfombra roja como de 2 metros de ancho. Arriba, un par de chicos delgadísimos, vestidos con trajes negros, esperan a las visitas verdaderamente importantes. Los VIP, una categoría que ya no es lo que era, entran por la izquierda, haciendo cola. Comienza a chispear, aparece alguien que reparte paraguas entre el personal de la organización.
En la acera hay aparcados 5 o 6 coches de una marca patrocinadora. Una señora que ha madrugado, baja por la alfombra con un paquete rectangular envuelto en papel de burbujas. El chófer le abre la puerta sobre la que está fijado el anuncio de la feria.
En la fila del público raso, delimitada por decenas de vallas metálicas, quien más quien menos luce su cámara de fotos. Hay un chico que lleva en la mano una Phase One. Debe pesar un par de kilos. La maneja igual que una mancuerna. Como predominan los abrigos, los jerséis y los trajes oscuros, los puntitos rojos de Leica se ven a distancia. Ver y ser visto. El deseo de que el mecanismo hable por nosotros.
La chica del guardarropa es de un hieratismo entre misterioso y aprendido. Te da el tique del abrigo como una nota de la que tuvieras que sacar conclusiones. Tal vez esté aún a la salida y pueda preguntarle si “224 A” tiene un segundo significado.
La embajada australiana está muy cerca de aquí: en la Rue Jean Rey. Mientras la fotografiaba apareció un tipo con chaquetón reflectante y casco de obra.
–¿Es usted ingeniero?- preguntó desde lejos.
Qué ganas de decir que sí.
–Es una embajada; no se pueden tomar fotografías. Hay cámaras de seguridad. Llamarán a la policía.
Me acordé de Coco “Ahora estoy dentro. Ahora estoy fuera” y saludé mirando a la cámara más cercana.
El edificio no es muy alegre y las dos columnas que parecen sujetar la fachada resultan un tanto amenazadoras. El hombre del casco se fue hacia la puerta principal.
En la esquina de la Rue de la Fédération y el Quai Branly se apostan los trileros a primera hora de la mañana. Para calentar el ambiente, hacen el juego entre ellos. Siempre resulta un poco burdo. Se supone que quienes se acercan a la Torre Eiffel va tan cortos de reflejos como para caer en la trampa de los cubiletes.
No importa que ellos vistan igual: las mismas deportivas, los mismos pantalones o que ella, la de la panoja, la suelte como si fuera un clínex.
El caso es que siempre pica alguien. La hipnosis de la bolita no tiene fin. Sea del tamaño que sea. Siempre hay un momento en el que vamos confiados a la Torre Eiffel o a la Cibleles.
Y entonces dices: -Quita; que ya sé yo.
«Estoy convencido de que por haberme acostumbrado desde niño a marchar por el buen camino y a no poner engaños ni falacias en mis juegos infantiles (menester es advertir que los de la niñez no son tales juegos, menester es juzgarlos en las criaturas como sus acciones más serias), no hay pasatiempo, por ligero que sea, al cual deje yo de aportar por natural propensión, instintivamente, una tenaz oposición al engaño. En los juegos de baraja mi lealtad es idéntica, trátese de cuartos o de doblones; lo mismo cuando me es indiferente ganar o perder, cuando juego con mi mujer y mi hija, que cuando me las he con un extraño. Mis propios ojos bastan para que me mantenga digno. No hay quien pueda vigilarme tan de cerca, ni nadie a quien yo respete más».
Los Ensayos
Montaigne