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Passy en invierno : Estética

Aguas turbulentas

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Tengo que mirar dónde hay un embarcadero para cruzar el rio Edo. Hay una canción de los años 70 interpretada por una pareja que anhela salir de Shibamata, atravesando el río, bajo la lluvia.

Quiero lo contrario: entrar desde Chiba al lugar viejo, al lugar del que no se sale, donde arden las casas, las cabezas de león aparecen en el río y donde la dirección del tiempo extingue el deseo de volver. Y quiero que alguien me lleve de una orilla a la otra. Los budistas japoneses tienen un puente para las almas virtuosas y un vado para quienes cometieron pecados veniales. Ninguna de ambas posibilidades sirven a mi propósito: la segunda porque, a su paso por Shibamata, el río es profundo. La tercera, las aguas turbulentas, está reservada para quienes pecaron seriamente. ¿Cómo de fuerte es la corriente del Edo? 

Como en la laguna Estigia, también aquí hay dinero de por medio, los deudos dejan unas monedas al lado del difunto. El dinero lo allana todo. Al pasar la barca. Recuerdo La isla de los muertos de Arnold Böcklin. Al menos la que vi en la Antigua Galería Nacional de Berlín hace años. Böcklin repitió el cuadro muchas veces, aunque el primero lo hizo por encargo: -Pínteme algo que me haga soñar-. Le pidió una princesa que había enviudado hacía poco.

Algo así. No tan tétrico. Crúceme. Que alguien me lleve de un lado al otro. Por dinero. Porque tal vez tenga una concesión y esté obligado a remar para quienes tienen o quieren ir al otro lado.

Después de cenar caballa y panceta con tomate, vuelvo al hotel a por el trípode y doy un paseo alrededor de la estación. Las cervezas han provocado un efecto tranquilizador. Hago una foto. Eso es todo. C.K. me decía que los japoneses no se preocupan tanto a la hora de fotografiar o de componer un libro de fotos. Para ella no hay razones morales que iluminen un trabajo, ni un comportamiento ético que lo justifique. Sin embargo, la calidad estética de las fotografías de C.K. debe entenderse como una posición ética. Cuidar la forma dice mucho sobre cómo se relaciona con el mundo, sobre qué merece su atención y qué no. Los japoneses usan Yūgen para referirse, en lo estético, a lo que se sugiere y no puede ser dicho. Tal vez sea eso.

Creo que Wittgenstein no estudió filosofía oriental, pero algunas de sus proposiciones parecen escritas a este lado del mundo: 6.421 “Es claro que la ética no puede expresarse. La ética es transcendental. (Ética y estética son lo mismo)”. Posiblemente a esto se refiera C.K cuando me dice estas cosas y no nombra otras. Esa relación profunda es para mí un objeto inalcanzable y quienes llegan a entender la unidad de ambas son dignos de cruzar el Sanzu no Kawa a través del puente de la virtud.

Vuelvo al hotel. Ha empezado a llover. Ya no hay avisos sonoros en la estación; solo se oyen los trenes que llegan y se van, cada vez con menos frecuencia. Miro una última vez a través del visor de la cámara y veo a cualquiera menos a mí.

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Un elevador eléctrico y el Océano Negro

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Después de diez años vuelvo al museo Asakura. No recordaba que el escultor había hecho construir un pozo con un elevador eléctrico para trabajar las esculturas al nivel adecuado. El hueco es circular, pero la base es hexagonal. Sobre ella está la estatua de Ōkuma Shigenobu, una mole gris de dos metros. Subo a la terraza donde el escultor tenía su huerto y desde el que se ve, en vertical, el estanque recogido entre las paredes del patio y los arbustos. Las carpas rojas nadan de esquina a esquina.

La guía del museo del escultor Asakura habla alemán porque su cantante de ópera favorito es alemán. Me ha dado un mapa de Ueno para decirme dónde hay un par de museos tranquilos y cuando he ido a marcarlos con un bolígrafo negro ha venido una cuidadora -ha aparecido por detrás como el rayo- para ofrecerme un lápiz. Hemos hablado del color en la escritura. Me ha mostrado su acreditación desmintiendo mi idea del gris, pero luego ha añadido algo: los japoneses no son de sí o no, andan en el gris. Al rato me he acordado de aquella idea para el libro de la plata, las fundas de las bicicletas y de los coches. Ahora ando aquí dándole vueltas al color. Miro estos azules y rojos que aparecen en todas partes.

No solo por la enfermedad; el deseo de no molestar con la presencia propia y el de ocultar el rostro, parecen motivos para la mascarilla. Hoy, en el tren, una chica se arreglaba los mechones del pelo debajo de su sombrero mientras se miraba en el espejito de la funda del móvil. Aparte de sus ojos es todo lo que mostraba.

En el Palacio Yamamoto Tei, muchas mesas están hoy ocupadas por mujeres que toman un té. Nadie habla demasiado alto. La veranda está cerrada por cristaleras finas desde las que se ve el jardín en trampantojo: es como estar frente a un bosque que en realidad no existe. la elevación del fondo y un falso salto de agua entre los árboles producen la sensación de distancia. A mi izquierda, el hombre al que intento fotografiar se ha dado cuenta y se marcha.

En el jardín del palacio hay aún algunos macizos florecidos, desde aquí parecen lirios. Están a punto de marchitarse. El cielo está horrible, es como nata sin cuajar, tan desagradable como ayer. Tan desagradable como yo mismo. Con la entrada al palacio del té se puede visitar también al museo de Tora san. En España hay un Museo Berlanga, pero es virtual.

Dos chicos están practicando peluquería en un cementerio. No tienen problema en que los fotografíe. Como el que hace de peluquero llevaba gorra de visera su cara quedará oscura. Al otro, al sujeto paciente, le pido que gire la cabeza a la izquierda porque me mira con una seriedad que quisieran muchos modelos. Al rato, me alcanzan en la estación de metro, y me piden hacer una foto de la foto. En nuestro horrible inglés los tres hablamos del tiempo de formación y del futuro de un peluquero en Tokio.

He perdido la gorra de Ken, justo ahora ahora que empezaba a despelucharse. Al rato paso junto a una tienda de confecciones y en la calle hay un aparador con varios modelos de gorras. La encargada me ofrece algunas. Siempre he querido una sahariana de las que cubren la nuca, pero cuando me veo en el espejo desisto de inmediato. Una gorra de ala regular es suficiente. Aún me ha ofrecido un sombrero estilo Tora san.

Vuelvo al bar de casi todos los días y como caballa y pollo en brocheta con dos cervezas. El elevador del museo de Asakura, ese mecanismo tan práctico, me sigue dando vueltas en la cabeza. El hexágono dentro del círculo. La estatua del hombre vestido de profesor apoyado en su bastón, porque había perdido una pierna a causa de la explosión de una bomba lanzada por un miembro de la Sociedad del Océano Negro. Demasiado conciliador para ellos.

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Efectos adversos frecuentes 

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Tomé ayer una pastilla para dormir y aún así seguí trasteando con el móvil, viendo tonterías. Dicen que son los jóvenes los que no se separan del teléfono, pero los adultos tampoco lo soltamos. Esta mañana me he cruzado con un chaval que llevaba uno en cada mano. Atendía a los dos.

Parece que se duerme menos gente en el metro o esa es mi impresión. Ayer a una chica se le cayó el móvil al asiento de al lado y el ruido la despertó. Vi sus sandalias y no pude evitar hacerles una foto.

Voy hacia Asakusa pero me bajo no sé dónde y ahora ando perdido hacia un lugar que probablemente no tenga ningún interés. De momento he entrado en el templo Ekoin fundado por el shogun Tokugawa Letsuna -un antepasado de nuestro amigo Tokugawa Yoshinobu– tras el Gran Incendio de Meireki, de 1657 que destruyó dos tercios de Edo.  Desde entonces, el templo se convirtió en lugar de descanso para almas sin familiares supervivientes: víctimas de desastres, prisioneros ejecutados y animales. 

El templo tiene el suelo de parquelita y su salón principal está presidido por un Buda de 4 metros de altura. Se está bien. Hay un par de columbarios para perros y gatos; en los nichos, una foto de cada animal. M.S. me decía hace tiempo que si a un japonés le quitas una de sus dos religiones, es como si le cortaras un brazo. Pero la idea de la reencarnación es más budista que sintoísta. El sintoísmo prefiere los kami, los espíritus que habitan en la naturaleza. Para los budistas el animal es uno de los seis reinos posibles del samsara (el ciclo de renacimientos). Uno puede renacer como animal, humano, dios, semidiós, espíritu hambriento o en los infiernos, dependiendo de su karma. De hecho, algunos budistas son vegetarianos precisamente porque consideran que el animal podría haber sido su mascota en una vida anterior, o podría ser uno en el futuro. Tal y como van las cosas al otro lado del mundo, no creo que tarden en llegar a nosotros fórmulas o ritos parecidos. Las leyes de protección animal, la sustitución de hijos por perros o las manifestaciones de Juan Pablo II sobre el soplo divino al que hace referencia el Eclesiastés, convierten la canción de Bob Dylan en un chiste.

Me duermo cada vez más fácilmente. Elijo un banco y enseguida empiezo a soñar con un albañil que viene a enplastecer. Llega entonces un fiel y me despierta.

Voy al Museo Ota hay una hermosa colección de xilografías, muchas de Hokusay No permiten hacer fotografías y no hay mucho que fotografiar alrededor. No me arreglo bien con las horas: aunque desayuno a las seis y media, ya es tarde para la luz. Para cuando llega el atardecer ya soy un despojo. No doy con nada. Hay un plátano en una escalera. Un plátano de plástico con unos números para usarlo como teléfono móvil infantil.

He andado junto al tren elevado y no he encontrado nada. Un rayito de sol, nada más. Anda por ahí una idea estética sin ancla, una cosa de las que el mundo está lleno. No voy a ninguna parte.

Hoy me he vuelto a equivocar de tren dos o tres veces. No presto atención o me da igual, o cambio de opinión por el camino porque el destino es lo de menos. ¿Ir a dónde? ¿A por qué? Posiblemente sé qué tengo que hacer y sin embargo algo se resiste. Debo averiguar si ese algo está dentro o fuera.

Leí anoche a un autodenominado fotógrafo de la calle y sentí pena por mí mismo. No quiero eso para mí. Si pudiera llegar al corazón de algo —al mío propio, al de lo que busco— eso sería estupendo. Ha funcionado otras veces. ¿Cómo ha ido? ¿Por qué he estado menos reprimido otras veces y menos interesado esta?

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La flor del loto

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Me bajo en Kanamachi con demasiado sol. Paseo por la Universidad de Ciencias. Al lado hay unos campos de deporte. Unos ancianos juegan a una especie de golf suave en un campo de fútbol. Usan unos palos que parecen de plástico. Se trata de embocar la pelota en unos cestitos plantados en la hierba. Van a buen paso. Recorren cuatro o cinco “hoyos” plantados en medio del campo de fútbol y vuelven a empezar. Me siento después a ver jugar al tenis a unos cuantos jóvenes que se turnan conforme van perdiendo el punto. En las gradas, un empleado pasa un soplador, aunque todo parece limpio y antes ha barrido con una escoba de sorgo. Este detalle del soplador deja claro el amor por los lugares públicos.

Hay elecciones dentro de poco. Los carteles de los candidatos están pegados con adhesivos hexagonales de 1,5 cm a la pared. Se quitan luego con facilidad. No sé si tengo sed o pocas ganas de fotografiar. La máquina falla y no sé qué hago aquí. No voy a conseguir retratar a nadie. Solo queremos ser retratados cuando somos felices. Anteayer se me acercaron padre e hija para preguntarme si me acordaba de ellos. El día anterior les había tomado unas fotos.- ¡Claro!- les dije intentando aparentar que sí me acordaba. Les pedí un email y les tomé una foto con el móvil para identificarles cuando vuelva a casa.

Camino de Shibamata voy paralelo al rio Edo junto a los campos de béisbol. Hay un carril alto para peatones y bicis sobre el dique que protege las casas de las avenidas del rio . Voy por el camino de abajo: pasan ciclistas; ningún ruido que no sea el cli, cli, cli de las cadenas bien cuidadas. Hay un sombrajo con un banco y una fuente junto a un parterre en el que dos hombres siembran flores de primavera. Me quito los zapatos y me quedo dormido enseguida. Neruda comparó las bicicletas con insectos en el verano, y el Ayuntamiento de Pamplona ha reproducido algún verso de la oda junto a unas  bicicletas de aluminio en mitad de un paseo, una especie de monumento tautológico. 

“Pasaron

junto a mí

las bicicletas,

los únicos

insectos

de aquel

minuto

seco del verano,

sigilosas,

veloces,

transparentes:

me parecieron

sólo

movimientos del aire”.

Antes, Neruda me gustaba.

Aquí hay aparcamientos para bicicletas en cualquier parte. Todas las que ya no se ven en Pekín parecen estar aquí. Me he despertado al cabo de una hora con el sonido de las azadas. Sigo andando hasta la estación y de ahí al templo. Subo a ver los relieves de madera que lo rodean, protegidos por pantallas de cristal, son una historia de Buda con garzas y dragones. El conjunto representa algunas parábolas del Sutra del loto, posiblemente el sacerdote al que escuché el otro día lo estaba recitando en el salón del templo.

Detrás del templo está el jardín Suikeien. Una cuadrilla trabaja en un árbol de copa baja y ancha al que están poniendo un andamio a la mitad de su altura. Hay una chica vestida de geisha que posa en un puentecillo sobre el lago de las carpas. entorna los ojos y junta las manos en señal de no sé qué. 

Hoy, el bar de la estación está cerrado. Compro unas fresas. El frutero me las lava en las trastienda y me las como en el escalón de la entrada de una casa. La cámara ha seguido fallando. He hecho de todo: montar y desmontar el objetivo, probar con otro y probar con otros programas. La dejo descansar mientras me como las fresas. Una familia posiblemente indonesia o malasia se ha detenido frente a mí, a unos 10 metros. La madre ha sacado a uno de los niños de su silleta y este ha comenzado a correr de aquí para allá. Calza unas zapatillas que suenan a cada paso con el ruido de dos pollos de goma. El niño corre sin parar. Se aleja, vuelve y pasa junto a mí.

Las fotos, mal. No hago lo que quiero porque no sé qué quiero. La idea de añadir personajes al paisaje lo complica todo y además, este cielo. De dónde sale este cielo sin interés. Para ver un rastro de nube tienes que entornar los ojos hasta que el contraste deja percibir una mínima diferencia entre tonos. Mañana cambiaré de aires porque hacer cosas iguales da resultados iguales.

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Las pupilas de Nietzsche

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Lo exótico, ¡bah! Todo es igual en todas partes. Mira que hemos cabalgado a lomos de lo racional durante siglos. Si hasta hemos matado a dios, aunque encargáramos el  trabajo a un tipo que se abrazó a un caballo para decirle: “Madre: soy tonto”. 

Lo insólito nos uniforma más que el silogismo.  A la tarde, en Kanda, veo una procesión infantil: dos grupos de niños traen a hombros sendos mikoshi para ser bendecidos frente al templo. Avanzan al grito de ¡Banzai! Niños fuera del rito de iniciación. Como si en Semana Santa salieran -que ya salen- vestidos de mozorros o de legionarios. Niños llevando en andas un paso de la Mini Macarena. Les recibe en lo alto de las escaleras el sacerdote principal, alto, joven y guapo, junto a otros sacerdotes de rango inferior y dos chicas ayudantes. Se mueven todos como si no doblaran las rodillas, como con ruedines en los pies, sin esfuerzo. Entran y salen de la oscuridad del templo a la luz de la tarde y las pupilas han de hacer un esfuerzo si quieres seguirles. Ellas, vestidas con camisa blanca y sobrefalda naranja, se encargan del protocolo. Conforme llegaban más cuadrillas con sus altares portátiles, dos ayudantes con sobrefalda azul turquesa invitan al público a hacerse a un lado. Me aparto hacia el jardín donde se celebra el festival de percusión. Produce sonrojo recordar las batucadas que desde hace unos años se oyen en nuestras fiestas y manifestaciones. Aquí la variedad de ritmos y cadencias es abrumadora. Creo que la semana que viene algunas hermanades sevillanas pasearán por Roma y el sábado pasado hubo fumata blanca en el Vaticano. 13.500 km de distancia: Lo exótico.

A la mañana, bajo la lluvia, he seguido a un grupo que volvía a casa después de hacer su ofrenda en el templo. Para que sus camisas no se mojen, todos llevan impermeables transparentes. Empujan la caseta de los músicos: 3 tambores, un flautista y una mujer que golpea un platillo de metal. En medio del tráfico, recorren el barrio, siempre por el carril más cercano a la acera. Voy detrás como un tonto. Nadie más les sigue. En los cruces, algunas personas se paran a mirar. La comitiva espera a que el semáforo les dé paso y atraviesan una avenida de 8 carriles.

Dice J. que siempre andamos alzando algo: muertos en los funerales, palios, pancartas, pasos, altares portátiles. Levantamos lo que sea y lo ofrecemos. No lo arrastramos por el suelo. Buscamos elevarlo para ofrecerlo, para enseñarlo. Tal vez sea porque “arriba” está la luz que permite distinguir. En la oscuridad todo se confunde. Por eso la luz se asocia con conocimiento. Al cielo con ella. ¿Con quién? Al cielo con la razón.

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Lo exótico y el alivio

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A las 06:30 llueve bastante Salgo a dar una vuelta por Matsudo. Hay quien dice que este es un barrio sin interés, un sitio para dormir. 450.000 habitantes tienen que dar para más. Al atarceder, la plaza delante de la estación es un mini Tokio. Los edificios de 10 pisos está llena de restaurantes, tiendas de electrónica, ropa, papelerías. Todo hacia arriba, hacia la grúa que señala por dónde se amplía la estación.

Estaría encantado de saber qué busco. Tengo el recuerdo de una conversación, sentados delante de un bungalow junto al rio San Lorenzo en Gaspesie, hablábamos de fotografía. F Me dijo: -¡Ah! Tú buscas lo exótico-. Le contesté lo primero que se me ocurrió: -Me parece que busco lo parecido-. 

Nunca había dormido en un motel. Uno de verdad, con su jardincito, su mesa para cenar fuera, la cama ancha y la sensación de que puede venir un asesino con un hacha. No he olvidado el reproche ni la contestación, y aquí estoy, de paseo por Matsudo en busca de semejanzas.

La lluvia ha hecho desaparecer a peatones y ciclistas. En un parquin de bicicletas, el encargado me pide que me aparte: los clientes entran deprisa, después de tomar una curva de 90 grados. Le entrego una tarjeta impresa donde explico en qué estoy trabajando. La mira con desdén y ne la devuelve. No conozco a nadie, ni con nadie puedo hablar. Vuelvo al hotel antes de que termine el horario del desayuno. Dos mujeres hablan en francés. Podrían ser de Nueva Caledonia o de la Polinesia Francesa. Gritan muchísimo. ¿Tienen que sentarse a mi lado? Además, los pies de pata de las sillas no están protegidos, así que el desayuno es un estrépito ¿Tanto valen 160 conteras de goma?

Salvo el café, el desayuno es bueno. Hay té verde. Mientras me sirvo sopa de misho, un poco de arroz blanco y una ensalada con encurtidos, recuerdo la tablilla que dejé ayer para quemar en el templo de Shibamata. Hace años, se puso de moda por aquí un tipo de confesión comunitaria en la que los fieles escribían sus pecados en un papelito y luego el oficiante los quemaba todos en un recipiente. Escribí ayer algo que nunca había escrito, que nunca he dicho y lo dejé en el montón de quemar.

En medio de este chirriar de sillas y francés ultramarino, los dos recuerdos unidos por el bol de arroz, me llevan otra vez a Barthes: Ni para Barthes ni para las tablillas la escritura busca durar. No se trata de fijar un sentido, sino de provocar un movimiento: desgarro o alivio. La culpa deja de ser una carga y se convierte en eso, en escritura. La madera fina y el rotulador que los monjes te facilitan a cambio de 300 yenes convierten el sentimiento en algo casi gozoso: escribir y destruir. Un poco más de té verde y exotismo a gritos.

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Una malla de gallinero

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En el templo budista de Shibamata, un monje vestido de negro hace chocar dos tablas de madera con poco sentido del compás. Canta algo indefinido. Algo que se parece a las canciones que cantan los indios alrededor del fuego, en las películas del Oeste. 

Cuando termina de golpear las tablillas, el monje comienza a rezar. Está sentado en la postura del loto cerca del altar. Le separa de los fieles dos escalones y una red de gallinero sujeta por una estructura de madera. El monje sigue rezando, hasta que golpea dos veces un gong de bronce. El recubrimiento de fieltro del mazo hace que el sonido sea profundo y prolongado. 

Desde un edificio contiguo, se escucha otro tableteo sin un patrón definido; un crotoreo de cigüeña desganada. Esa especie de desidia en el ritmo, hace del sonido algo imprevisible. No cabe otra cosa que la tensión: El no iniciado espera que, en cualquier momento, se encadene un compás que le arrastre a la laxitud, pero la cadencia no llega nunca.

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San Juan de Moarves y el perro Purruski

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He venido a Moarves solo por ver otra vez el color de la portada. La última vez, el viejo que explica la iglesia estaba sentado en el poyo de la casa de enfrente. Serían las siete de la tarde y la luz era ya rasante. Charlamos un rato y me explicó el apostolado como quien explica una huerta. -Y a la derecha Sansón y a la izquierda un negro-. 

Luego he sabido que está en el hospital. Ni bebe, ni fuma, ni nada, pero está en el hospital. 

Aquel día, después de media hora de conversación y cuando ya creí tener todo a mi favor, le pedí que me abriera la iglesia: -No, que es lunes-. Me dijo con una sonrisa de te tendrás que joder.

Así que me quedé un rato más mirando “la encendida encarnadura” de la portada de la iglesia de San Juan Bautista. La piedra está teñida. Me quedé con esa idea entonces, pero ahora no encuentro ninguna referencia. Quería escribirle a Himari para decirle que no somos tan distintos: que si los muros del templo de Ryōan-ji en Kioto están teñidos con aceite, la fachada de Moarves lo está también con alguna tintura. No he dado ni con una cosa ni la otra. 

El conjunto del arco y el friso escultórico protegido por el alero volado tiene un aire oriental. Si haces un pequeño ejercicio de abstracción, casi es una pagoda sin fondo ni altura. He venido por el color y me he quedado por la forma. O por una sinapsis equivocada.

He cruzado después la carretera P-227 que parte el pueblo. De este otro lado está la antigua escuela. Por la ventana se ve una cabina de votación y unos bancos apilados.  Cerca hay varios vecinos alrededor de 2 coches. Uno, cuando salía de un pajar marcha atrás, ha chocado con otro. Veo un parte amistoso y una mujer intenta recordar en qué compañía está asegurado el coche de su marido. En el otro, hay un perro que no deja de ladrar. ¿Por qué no lo sacan? La dueña le dice que se calle. -¡Calla, no se qué!-. Un diminutivo tan feo como el animal. ¿Tú te imaginas ser un perro y que te digan ¡Calla Purruski!? Yo qué me voy a callar. Contento que no te salte al cuello por pedirme que me calle, mientras me tienes encerrado en un coche con las ventanillas subidas y rodeado de una docena de personas que miran un bollo en el lateral izquierdo. 

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Chiesa Santi Domenico e Sisto

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Entró una monja encogida y negra. No tendría 40 años. Se encorvó un poco más cuando me vio en la entrada. Llevaba una bufanda blanca sobre el hábito negro. La puerta estaba bien engrasada y no hizo ruido; solo sentí el aire desplazado que parecía tener las mismas proporciones que la hoja: un rectángulo alto y frío que me atravesó durante un momento.

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Cuando fuimos iconoclastas

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Alquimia en lugar de estática

«En las primeras generaciones del imperio, el antiguo politeísmo empezó a convertirse en monoteísmo mágico, sin que muchas veces cambiase nada en la forma exterior del culto del mito. Había surgido un alma nueva, que vivía las formas viejas de otra alma. Seguían los mismos nombres, pero cubriendo nuevos númina. Todos los cultos de la Antigüedad posterior, los de Isis y Cibeles, los de  Mitra, Sol, Serapis, no son ya tributados a seres con fijeza y representados plásticamente. En la Acrópolis se adoraba a Hermes Propileo a la entrada. Pocos pasos más allá se encontraba el Santuario de Hermes, el marido de Aglaura; y sobre este lugar, se alzó más tarde el Erecteón. En el extremo sur del Capitolio, junto al Santuario de Júpiter Feretrio, que, en vez de estatua, tenía una piedra sagrada (sílex), estaba el de Júpiter Óptimo Máximo; Y cuando Augusto construyó para éste un templo gigantesco, hubo de dejar intacto, respetuosamente, el lugar donde el numen moraba primero.

Pero en la época cristiana primitiva ya Júpiter Doliqueno y Sol Invicto eran adorados dondequiera «hubiese dos o tres reunidos en su nombre». Todas esas de deidades fueron poco a poco, sintiéndose como un numen único; solo que cada creyente de un determinado culto estaba convencido de que la verdadera forma era la que él conocía. En este sentido, se hablaba de «Isis, la del millón de nombres». Hasta entonces los nombres habían sido denominaciones de otros tantos dioses, de otros tantos seres distintos, por el cuerpo y por la morada. Ahora son títulos de un solo, a la que cada cual se refiere.

Este monoteísmo mágico se revela en todas las creaciones religiosas, que desde el Oriente llenan el imperio: la Isis, Alejandrina; el dios del Sol (el Baal de Palmira), preferido de Aureliano; Mitra, protegida por Diocleciano, y cuya forma pérsica fue totalmente transformada en Siria; la Baalat, de Cartago ( Tanit, Dea caelestis), adorada por Septimio Severo. Éstas deidades no aumenten el número de los dioses concretos, a la manera antigua, sino que, por el contrario, los absorbe, en un modo que cada vez se aparta más de la representación plástica. Esto es alquimia en lugar de estática. A este nuevo sentir corresponde la aparición de ciertos símbolos -el toro, el cordero, el pez, el triángulo, la cruz- en lugar de las imágenes. La frase in hoc signo vinces no suena ya a «antigua». Va a preparándose la aversión a las representaciones de la figura humana, aversión que llegó más tarde a la prohibición de las imágenes en el islam y en Bizancio».

La decadencia Occidente

Oswald Spengler

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El zapato equivocado

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Me encuentro con una señora mayor que se conserva bien. No recuerdo habérselo preguntado pero me indica cómo ir a la embajada española. Con el brazo señala hacia la izquierda mientras me dice que vaya a la derecha. Le pido por favor que se coloque de manera que no confunda las direcciones.

Caminamos juntos un poco y le digo que hay en ella mucho sufrimiento y también erotismo. Me habla de sus dolores de espalda y de un producto hecho a base de raspas de merluza en el que ha gastado mucho dinero y no le alivia en absoluto. Llegamos a un parque y ella se despide, pero antes me advierte de que a la embajada hay que ir bien vestido.

Cuando llego, llamo a la puerta y luego a otra, hasta llegar a una tercera en la que me abren directamente. No sé qué significa “directamente”. Más tarde, en un ascensor, me doy cuenta, en presencia de mi hermana, que voy muy mal arreglado.

No solo llevo zapatos distintos; calzo uno de ellos en el pie equivocado.

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Centauro

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Un recuerdo machadiano

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Dice Hamish Fulton: “Según mi experiencia, los beneficios psicológicos de caminar y de acampar en solitario parecen ilimitados, pero de lejos, el tema más importante respecto a las caminatas en solitario está relacionado con cuestiones de género y raza. Soy plenamente consciente de la crítica. «Un hombre blanco solitario caminando por el paisaje neblinoso», Aquí podríamos llegar a la posibilidad de la psicoterapia de las caminatas al aire libre, que es una manera de abrirse y de hablar de la relación entre el hecho de caminar en zonas urbanas y zonas rurales, por una parte, y las cuestiones de raza y género, por otra…”

Anotamos para preservar la memoria o las ideas. Pero ese no dejar rastro del que ahora hablamos tanto ¿no debería extenderse también a los registros de esas huellas? Incluso si ese atravesar o atravesarnos es personalísimo ¿no es suficiente con la simple experiencia? ¿Es necesario retenerla, representarla o comunicarla?

Ni territorio, ni memoria, ni legado. 

Un hombre camina hacia Finisterre en busca de la cura del fuego de san Antón; la encuentra y cree en el milagro. Luego, come de nuevo pan de centeno en su pueblo, en el norte de Europa, y cae otra vez enfermo.

El maestro Nyojô practica el kinhin caminando sin preocupaciones, no detiene su vista en un objeto concreto; tal vez presta atención a la relación de los pies con el suelo o en la manera de orientarse en el espacio.

Una mujer recorre por enésima vez el camino marcado por el ganado hasta la fuente donde también abrevan las vacas. Ella preferiría tener un grifo en casa.

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Los Derechos del Hombre

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Hace tan buen tiempo en París que no dan ganas de entrar a la feria. Mejor pasear casi a cuerpo gentil por los Campos de Marte. Cuando atardece, junto al monumento a los Derechos del Hombre, un grupo de chicos montan un botellón con una música bien elegida. La construcción tiene un aire entre egipcio y agnóstico. Aunque a esta hora está cerrado, desde fuera resulta acogedor. En casa leo los comentarios que dejan los visitantes en estas páginas donde un puede escupir lo que le plazca: “Un monumento frío, helado incluso que es en realidad una especie de pequeño templo masónico abarrotado de detalles y referencias esotéricas, más o menos escondido en el corazón de París, y que tiene un solo mérito: revelar públicamente la pertenencia de la República Francesa a (la) Masonería”.

Hay mucho escrito sobre la etimología del término masón. Zbigniew Herbert se refiere a ella cuando habla de las catedrales en Un bárbaro en el jardín (pág. 139): “La terminología que se utilizaba para designar a los diferentes artesanos es bastante pobre y confusa. Muchas veces no se basaba en sus funciones sino en la realidad. Así, un término como el inglés hard hewers, definía los artesanos que trabajaban en las piedras pesadas, como por ejemplo las que hay en los alrededores del condado de Kent, a diferencia de los que labraban piedras más ligeras, que se destinaban a las esculturas, y los llamados freestone masons (posteriormente se utilizó el término abreviado Freemason, del que procede el nombre francés franc-maçon, que, no obstante, en la Edad Media no se conocía, y empezó a circular en el siglo XVIII para referirse a la francmasonería)…”

Unos metros al Este del monumento a los Derechos del Hombre, en la calle Bosquet, está Coedition, que es adonde iba. Es lo que tiene caminar sin rumbo. Quería ver la fachada de esta tienda de muebles. No sé si se puede llamar así: tienda de muebles. Me ha hecho recordar aquellas de hace años en las que se exhibían cuadros de ciervos saltando arroyos, perseguidos por perros de caza. Cabeceros de madera oscura y brillante. Cómodas y mesillas. Comprar el dormitorio. ¿Cómo se amueblan ahora las casas? Como se puede, supongo. Como lo hicimos nosotros. Las bombillas desnudas, algunas sillas regaladas.  Oscar Wilde, mientras se marcha de casa de los Proust: – ¡Qué casa tan fea la suya!

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La victoria de lo intrascendente

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París
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«Pero la obra de Christo, en efecto, no es trascendente. No pretende mostrarnos la verdad que subyace bajo las apariencias, más bien se conforma con mostrarnos las enormes posibilidades que ofrece el trato imaginativo con esas mismas apariencias. Esta labor <intrascendente> puede espantar a los críticos amantes de lo épico más incluso que su sospechosa adaptación al mundo real. Pero lo que sin duda les parecerá más intolerable es que su participación resulte innecesaria: los trabajos de Christo tienen una dimensión mediática tan resonante y constituyen unos éxitos tan incontestables que no requieren mediación crítica. Christo ha conseguido imbricar la inutilidad de su esfuerzo con la urdimbre contemporánea, con los ritmos habituales de una sociedad economizada. Su obra resulta desde ese punto de vista, clásica en la medida en que, a diferencia de todo el arte de vanguardia que surge de la contra del sentido común, brota con naturalidad en la ribera de la corriente que arrastra a la misma sociedad y la agasaja con unos frutos que cualquiera es capaz de saborear sin esfuerzo».

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«Su educación socialista no sólo atenúa la suspicacia que despierta esta profesión de cinismo, sino que enfatiza el valor dialéctico de su controversia real y activa con lo dado. Los trabajos en los que Christo fue obligado a participar no trataban de conducir al espectador a otro mundo, de naturaleza espiritual, sino de incidir a través de la ficción en su percepción de la realidad. Los fines de semana era enviado con su cuadrilla a las granjas que bordeaban las vías del Orient Express con la misión de adecentarlas y maquillar su productividad al objeto de que los viajeros occidentales -que difícilmente obtenían otra perspectiva de Bulgaria- apreciaran su prosperidad. Este entrenamiento no sólo predispuso a Christo a trabajar en grupo y en el ambiente real, sino que, seguramente, le hizo meditar sobre el tema del encubrimiento, el escenario y la imagen».

Estrategias del dibujo en el arte contemporáneo. Juan José Gómez Molina coordinador. Editorial Cátedra. Capítulo XIII Nada más profundo que la piel: los dibujos de Christo. Ramón Salas

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