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Passy en invierno : Arquitectura

Un parking en Tokio

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Contis Plage II

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Hierba blanca

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El hombre que cuida la basílica de san Gregorio me dice que les echan gasoil junto a la charca. Para que se limpien. Luego señala a contra luz, mugas y ribazos y dice por dónde vienen los jabalíes y dónde les esperan y cuántos mataron ayer. Solo hay jabalíes y corzos. Qué vas a hacer con los corzos. Asustarles. Así. Abre los brazos en cruz y casi puedes verles huir a saltos. Ya no quedan conejos, ni perdices y aquellos campos ahora llecos traían buen trigo de año y vez. Lo dice todo de seguido, sin distinguir el reino vegetal del animal. Es verdad que el valle, lomas abajo, lo iguala todo y solo unos pinos de repoblación de un color de cubo de playa deslucen la seriedad del paisaje.

Más allá de la encina de Mendaza, en el campo de fútbol abandonado, las hierbas son casi blancas, tendidas de tanto restregarse los jabalíes contra ellas. Ahora, a mediodía, no hay más que silencio. Se han marchado ya unos excursionistas después de hablar a voces un buen rato.

Traigo un bocadillo y algo de Machado. Después del almuerzo, al abrigo de unas rocas rojas, abro al azar Los complementarios:

“¿Fue Alfredo de Vigny quien dijo de los políticos que no merecían, por el hecho de gobernar bien o mal, mayor loa o censura que los cocheros por conducir hábil o zurdamente sus carruajes? Tal vez fue Vigny, aunque no lo recuerdo bien. Descartemos cuanto haya en estas palabras de excesivo menosprecio para los políticos, o para los cocheros, según casos y pueblos. Reconozcamos una parte de razón en la boutade del poeta, y olvidemos cuanto ella supone de incomprensión de la vida política. Basta de elogios descomedidos y de censuras melancólicas para gente tan de escaleras abajo, en el orden espiritual, como políticos y cocheros. Si el auriga sabe su oficio, sigamos con él y paguémosle puntualmente su salario. Si guía mal, habrá que despedirlo. Porque dentro de su coche vamos todos. Mas ¿qué haremos con un cochero loco o borracho que nos lleva a galope y alegremente al precipicio? Habrá que arrojarlo a la cuneta del camino, después de arrancarle por la fuerza las riendas de la mano. Revolución se llama a esta fulminante jubilación de cocheros borrachos. Palabra demasiado fuerte. No tan fuerte, sin embargo, como romperse el bautismo.
Madrid, 1 enero, 1915

Mas Dios nos libre de los nuevos cocheros, de los sustitutos de estos cocheros locos. En España ha habido siempre un gobierno malo y una opinión descontenta, que aspiraba vehementemente a otro peor. Cuando fracasen las cabezas pediremos que gobiernen las botas”.

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Contis plage

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Casino Holland, Leeuwarden

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El hotel está junto al Casino Holland. Según sales, tienes que torcer a la derecha para verlo. No hay motivo para acercarse, pero el aparcamiento es compartido. Así que está el hotel, el casino y luego una nave metálica enorme, todo seguido, haciendo una L. Aparqué el coche. Iba en diagonal hacia la puerta del hotel cuando oí el sonido de las vacas. Fui directo a la única puerta de la nave que estaba abierta. Desde el quicio vi varios cientos de vacas perfectamente estabuladas. De vez en cuando, una mugía. Se me acercó un hombre sonriente. Nos saludamos y me marché. Animado por la visión, entré en la puerta de al lado, la del casino. Era tarde, tenía hambre y todo estaba cerrado. En cuanto pisé la moqueta y vi las luces parpadeantes de la recepción, decidí cenarme las avellanas del minibar.

Al día siguiente el único rastro que quedaba era un par de contenedores.

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Un parque infantil en Achlumerstraat

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La asociación de vecinos Toekomst-Vosseparkwijk tiene un hermoso parque infantil en el número 1 de Achlumerstraat. En septiembre estuvo cerrado unos días por obras. Confío en que no lo hayan restaurado en exceso. Desde la calle, flanqueda por sencillas casas unifamiliares, sin persianas ni cortinas, pueden oírse las risas de los niños, pero hay que atravesar la puerta para llegar al castillo de madera, al anfiteatro hecho con traviesas, la guardería de inmensos lucernarios y ventanales desde los que pueden verse los bancos y las cocinitas de juguete, la arena y la tirolina.

Junto a la mesa de picnic, dos madres toman un café mientras miran a sus niños de reojo. Una de ellas ha vivido en España. Hablamos de gritar y del silencio

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de Orly a Denfert-Rochereau

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Querida A.:

Recordaba ayer nuestros cigarrillos a la salida del aeropuerto. Con qué avidez abríamos la cajetilla junto a la parada de los taxis. Desacompasado, el crescendo de los motores en el despegue, llegaba después de que los aviones estuvieran ya en el aire: el eco de las terminales, imagino. Una calada más antes de tomar allí mismo un taxi camino de la ciudad. Los anodinos hoteles para viajeros junto al peripherique y los edificios de las multinacionales que empiezan a iluminarse cuando cae la tarde, al lado de las últimas casas bajas; todo pasa por las ventanillas del taxi. Una mancha gris, con ecos de azul hielo, rosas y naranjas hasta  llegar al león de Denfert-Rochereau. Y ahí empieza París.

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Un café helado en Galaxidi

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En la rada de Chirolaka, la carretera va junto el mar. No hay protección ni arcén. Dos metros más abajo, el agua clara deja ver las piedras del fondo. Galaxidi fue refugio veraniego de armadores, tal vez hasta que algunos hicieron dinero suficiente para comprarse islas particulares. Quedan casas grandes, con las contraventanas cerradas. Las conservan aún y dan al conjunto un aire lánguido. En las callejas, la sombras son de azul cerúleo y las buganvillas trepan por las paredes soleadas.

La carretera llega hasta el puerto; antes hay un bar con sombra de toldos. Sirven café frappé y desde las tumbonas se ve la línea del horizonte. Ahora, al mediodía, el cielo y el mar están poco definidos. Ni haciendo visera con la mano se distinguen bien; como si la imprecisión proviniera de uno mismo, de un fallo en la vista o de más adentro.

Llega una pareja elegante. Unos 70 años. Ella se quita por la cabeza un ligero vestido de playa, se descalza y baja la escalerilla de hierro que, desde el muelle, da al mar. A él le cuesta un poco más quitarse los mocasines y los pantalones claros. Luego se quita el polo. Deja la ropa doblada sobre la tumbona, con los zapatos al pie, y se tira desde el borde del hormigón. Solo se oye el chapoteo; el desnivel impide verlos.

El verano debe ser esto: el cuerpo propio y los ajenos; un paisaje inconcreto y no saber si merece la pena acercarse hasta el museo marítimo.

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Museo de la Acrópolis, Atenas

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Del ombligo del mundo a Radio Éxito: 2800 años de adivinación

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Hay un momento en el que el arte y la fe dejan de ser compatibles en Delfos: la Pitia adivina el futuro tan cerca del hogar de las musas, que los sacerdotes entregan los oráculos en versos hexámetros. Sin embargo, la calidad de las rimas es lamentable y los peregrinos se extrañan de que Calíope no inspire más ardorosamente a los intérpretes.

Los sacerdotes optan entonces por el pragmatismo y formulan sus comentarios en prosa. La fe de los peregrinos no es cuestionable y ante ella, la poesía claudica.

Delante del ombligo del mundo, es inevitable pensar en magos y videntes. Al menos aquí, en Delfos, se hacían preguntas con enjundia. De ellas dependían la alianza de territorios o el inicio de una campaña militar. Si la suerte favorecía a quien formulaba la pregunta, la Vía Sacra se adornaba después con un nuevo edificio repleto de tesoros.

Recuerdo bien la primera vez que escuché Radio Éxito. Fue en Sevilla. Tirado en la cama de un hotel, oía la radio sin preocuparme del dial.

-La morena no puede ser. Es una relación que ha tenido él.
– Sí pero Está en el entorno. La luna es engaño.
-¿Y mi hija lo descubre?
-Ella no detecta el tema pero más tarde a él se le ve el plumero. Yo tengo la luna y eso es una falsedad.
-¿En qué entorno está el moreno?
-En el trabajo o en la situación familiar o en los amigos.
-Me dejas de piedra. Quiera el Santísimo que lo descubra antes. Yo no se lo voy a decir porque no me va a creer. Se va por las circunstancias.
-Exactamente. Ahí se ve.
-¿Y se va?
-A ver-. Se oye barajar con garbo durante un buen rato y con voz de circunstancias la vidente pregunta: -¿Se va a ir a vivir con la chica sagitariana? Cuando digas ya, paramos.
-Ya.
-Izquierda, centro o derecha.
-Centro.
-A mi me dicen firmemente que lo tienen proyectado. ¿Están los dos trabajando?
-Él hace algunas cosillas. Ella, nada.
-¡Ahí esta!
-Te entiendo perfectísimamente.
-¿Ves? El mago con el loco: es inestable.
Pero la casa es mía. ¿Ellos al final se van o lo paran de momento?
-Yo creo que hay un parón. Dime: la izquierda o la derecha.
-Izquierda.
-Aquí hay un engaño rotundo para tu hija, hay una amiga con derecho a. “Asín” que…
-¿Y tu ves que a él le sale trabajo?
-Vamos a ver-. De nuevo, voz de preguntar a los arcanos: -¿A libra de 22 le sale trabajo?  Dime la izquierda o la derecha.
-La derecha.
-¡El mago y la muerte! Cariño, este muchacho tampoco se mata por trabajar.

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De Castri a Delfos

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Antes de que trasladaran el pueblo colina abajo, Delfos se llamaba Castri. Las inscripciones de las piedras con las que habían construido la escuela dieron la pista de que no debía andar lejos el templo de Apolo.

Castri: parecía un nombre celta. En fin. El caso es que, conforme fueron apareciendo estatuillas y tambores de columnas, los arqueólogos franceses consiguieron convencer a las autoridades griegas para que desmantelaran el pueblo. Ahí lo tienes ahora, a 2 kilómetros de las ruinas: un par de calles prietas de hoteles con nombres rimbombantes y camas con colchones de muelles puntiagudos.

De todas formas, si el viajero tiene tiempo,  puede cenar en το πατρικό μας Ταβέρνα (la taberna de nuestro padre). La comida es buena y hay una excelente vista sobre el que fue el olivar más grande del mundo: una inmensa llanura de un verde acre, solo interrumpida por el último contrafuerte del Parnaso.

Allí abajo se ven las luces de la playa de Cirra. Sus habitantes pagaron caro el intento de cobrar peaje a los viajeros que desembarcaban en busca del oráculo.

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Avenida Dionysou Areopagitou

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Museo de la Acrópolis

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La senda de Pikionis

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Querido J.:

Tenías razón. Aún más con esta espalda mía, que voy mirando al suelo la mitad del tiempo.. El camino que sube a la Acrópolis es una especie de Via Profana por oposición a la Sacra que arranca en los Propileos.

He leído que el arquitecto que lo construyó, Dimitris Pikionis, advirtió a Karamanlis que, como en la antigüedad, necesitaba tiempo para llevar a cabo su obra. Usó la piedra de los edificios atenienses del XIX que fueron demolidos; una destrucción que él consideraba una vergüenza. Se encargó de echar abajo las casetas de recuerdos para turistas del camino y añadió vegetación aquí y allá. El resultado es tan elegante que pasa desapercibido. No se ve. Ni siquiera te das cuenta de lo fácil que es acceder a la colina. El despiece es sencillo porque todas las piedras tienen la misma consideración, sean como sean. Algunas son muy hermosas. Las hay que parecen la base de pequeñas columnas, otras son perfectamente rectangulares y las  que apenas alcanzan a ser un pedazo de ornamento. El paso de los visitantes durante todo el día las ha igualado, dándoles el aspecto de un mármol traslúcido.

El camino no encara los propileos. Entra por su derecha y se desdibuja. En ese momento, olvidas por dónde has venido. Tal es la humildad del dibujo de la senda. Solo después, acabada la visita, entiendes que has vuelto desde un recinto sagrado a la tierra de los mortales, mientras pisas de nuevo los restos ordenados. de lo que fueron palacios, casas, vasijas y decoraciones y que ahora son una larga alfombra.

Te agradezco mucho tu advertencia, porque de no haberme avisado, habría subido al Partenón a tontas y a locas.

Nos vemos pronto,

 

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