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Passy en invierno : Arquitectura

Un elevador eléctrico y el Océano Negro

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Después de diez años vuelvo al museo Asakura. No recordaba que el escultor había hecho construir un pozo con un elevador eléctrico para trabajar las esculturas al nivel adecuado. El hueco es circular, pero la base es hexagonal. Sobre ella está la estatua de Ōkuma Shigenobu, una mole gris de dos metros. Subo a la terraza donde el escultor tenía su huerto y desde el que se ve, en vertical, el estanque recogido entre las paredes del patio y los arbustos. Las carpas rojas nadan de esquina a esquina.

La guía del museo del escultor Asakura habla alemán porque su cantante de ópera favorito es alemán. Me ha dado un mapa de Ueno para decirme dónde hay un par de museos tranquilos y cuando he ido a marcarlos con un bolígrafo negro ha venido una cuidadora -ha aparecido por detrás como el rayo- para ofrecerme un lápiz. Hemos hablado del color en la escritura. Me ha mostrado su acreditación desmintiendo mi idea del gris, pero luego ha añadido algo: los japoneses no son de sí o no, andan en el gris. Al rato me he acordado de aquella idea para el libro de la plata, las fundas de las bicicletas y de los coches. Ahora ando aquí dándole vueltas al color. Miro estos azules y rojos que aparecen en todas partes.

No solo por la enfermedad; el deseo de no molestar con la presencia propia y el de ocultar el rostro, parecen motivos para la mascarilla. Hoy, en el tren, una chica se arreglaba los mechones del pelo debajo de su sombrero mientras se miraba en el espejito de la funda del móvil. Aparte de sus ojos es todo lo que mostraba.

En el Palacio Yamamoto Tei, muchas mesas están hoy ocupadas por mujeres que toman un té. Nadie habla demasiado alto. La veranda está cerrada por cristaleras finas desde las que se ve el jardín en trampantojo: es como estar frente a un bosque que en realidad no existe. la elevación del fondo y un falso salto de agua entre los árboles producen la sensación de distancia. A mi izquierda, el hombre al que intento fotografiar se ha dado cuenta y se marcha.

En el jardín del palacio hay aún algunos macizos florecidos, desde aquí parecen lirios. Están a punto de marchitarse. El cielo está horrible, es como nata sin cuajar, tan desagradable como ayer. Tan desagradable como yo mismo. Con la entrada al palacio del té se puede visitar también al museo de Tora san. En España hay un Museo Berlanga, pero es virtual.

Dos chicos están practicando peluquería en un cementerio. No tienen problema en que los fotografíe. Como el que hace de peluquero llevaba gorra de visera su cara quedará oscura. Al otro, al sujeto paciente, le pido que gire la cabeza a la izquierda porque me mira con una seriedad que quisieran muchos modelos. Al rato, me alcanzan en la estación de metro, y me piden hacer una foto de la foto. En nuestro horrible inglés los tres hablamos del tiempo de formación y del futuro de un peluquero en Tokio.

He perdido la gorra de Ken, justo ahora ahora que empezaba a despelucharse. Al rato paso junto a una tienda de confecciones y en la calle hay un aparador con varios modelos de gorras. La encargada me ofrece algunas. Siempre he querido una sahariana de las que cubren la nuca, pero cuando me veo en el espejo desisto de inmediato. Una gorra de ala regular es suficiente. Aún me ha ofrecido un sombrero estilo Tora san.

Vuelvo al bar de casi todos los días y como caballa y pollo en brocheta con dos cervezas. El elevador del museo de Asakura, ese mecanismo tan práctico, me sigue dando vueltas en la cabeza. El hexágono dentro del círculo. La estatua del hombre vestido de profesor apoyado en su bastón, porque había perdido una pierna a causa de la explosión de una bomba lanzada por un miembro de la Sociedad del Océano Negro. Demasiado conciliador para ellos.

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La flor del loto

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Me bajo en Kanamachi con demasiado sol. Paseo por la Universidad de Ciencias. Al lado hay unos campos de deporte. Unos ancianos juegan a una especie de golf suave en un campo de fútbol. Usan unos palos que parecen de plástico. Se trata de embocar la pelota en unos cestitos plantados en la hierba. Van a buen paso. Recorren cuatro o cinco “hoyos” plantados en medio del campo de fútbol y vuelven a empezar. Me siento después a ver jugar al tenis a unos cuantos jóvenes que se turnan conforme van perdiendo el punto. En las gradas, un empleado pasa un soplador, aunque todo parece limpio y antes ha barrido con una escoba de sorgo. Este detalle del soplador deja claro el amor por los lugares públicos.

Hay elecciones dentro de poco. Los carteles de los candidatos están pegados con adhesivos hexagonales de 1,5 cm a la pared. Se quitan luego con facilidad. No sé si tengo sed o pocas ganas de fotografiar. La máquina falla y no sé qué hago aquí. No voy a conseguir retratar a nadie. Solo queremos ser retratados cuando somos felices. Anteayer se me acercaron padre e hija para preguntarme si me acordaba de ellos. El día anterior les había tomado unas fotos.- ¡Claro!- les dije intentando aparentar que sí me acordaba. Les pedí un email y les tomé una foto con el móvil para identificarles cuando vuelva a casa.

Camino de Shibamata voy paralelo al rio Edo junto a los campos de béisbol. Hay un carril alto para peatones y bicis sobre el dique que protege las casas de las avenidas del rio . Voy por el camino de abajo: pasan ciclistas; ningún ruido que no sea el cli, cli, cli de las cadenas bien cuidadas. Hay un sombrajo con un banco y una fuente junto a un parterre en el que dos hombres siembran flores de primavera. Me quito los zapatos y me quedo dormido enseguida. Neruda comparó las bicicletas con insectos en el verano, y el Ayuntamiento de Pamplona ha reproducido algún verso de la oda junto a unas  bicicletas de aluminio en mitad de un paseo, una especie de monumento tautológico. 

“Pasaron

junto a mí

las bicicletas,

los únicos

insectos

de aquel

minuto

seco del verano,

sigilosas,

veloces,

transparentes:

me parecieron

sólo

movimientos del aire”.

Antes, Neruda me gustaba.

Aquí hay aparcamientos para bicicletas en cualquier parte. Todas las que ya no se ven en Pekín parecen estar aquí. Me he despertado al cabo de una hora con el sonido de las azadas. Sigo andando hasta la estación y de ahí al templo. Subo a ver los relieves de madera que lo rodean, protegidos por pantallas de cristal, son una historia de Buda con garzas y dragones. El conjunto representa algunas parábolas del Sutra del loto, posiblemente el sacerdote al que escuché el otro día lo estaba recitando en el salón del templo.

Detrás del templo está el jardín Suikeien. Una cuadrilla trabaja en un árbol de copa baja y ancha al que están poniendo un andamio a la mitad de su altura. Hay una chica vestida de geisha que posa en un puentecillo sobre el lago de las carpas. entorna los ojos y junta las manos en señal de no sé qué. 

Hoy, el bar de la estación está cerrado. Compro unas fresas. El frutero me las lava en las trastienda y me las como en el escalón de la entrada de una casa. La cámara ha seguido fallando. He hecho de todo: montar y desmontar el objetivo, probar con otro y probar con otros programas. La dejo descansar mientras me como las fresas. Una familia posiblemente indonesia o malasia se ha detenido frente a mí, a unos 10 metros. La madre ha sacado a uno de los niños de su silleta y este ha comenzado a correr de aquí para allá. Calza unas zapatillas que suenan a cada paso con el ruido de dos pollos de goma. El niño corre sin parar. Se aleja, vuelve y pasa junto a mí.

Las fotos, mal. No hago lo que quiero porque no sé qué quiero. La idea de añadir personajes al paisaje lo complica todo y además, este cielo. De dónde sale este cielo sin interés. Para ver un rastro de nube tienes que entornar los ojos hasta que el contraste deja percibir una mínima diferencia entre tonos. Mañana cambiaré de aires porque hacer cosas iguales da resultados iguales.

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Arroz y trenes

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Me levanto tarde. Casi no llego al desayuno. No recordaba que el servicio termina a las 09:00. Me sirvo unas salchichas y cuando me doy la vuelta ya están retirando las verduras. Salchichas con mostaza pues. Queda un culín de arroz blanco y el dispensador de té aún funciona. 

Vuelvo a la entrada del parking, a la vuelta de la esquina. Está pintada de azul. Me gusta su proporción. Es baja y ancha. Hay una plataforma circular para que los coches giren en el menor espacio posible. Además, el semáforo que da paso es azul turquesa y combina muy bien con el color de las paredes y el gris metálico de la plataforma. Ahora hay demasiada luz. Volveré de noche.

A la derecha, en el borde del barrio de la estación, hay un terraplén que salvan unas escaleras integradas en un edificio de 6 pisos. En todos hay negocios que a las 10:00 no están abiertos. Arriba, hay aparcamiento de bicicletas a lo largo del parque en el que estuvo la escuela de Ingeniería del Ejército Imperial Japonés. Quedan los pilares de la entrada. La Escuela funcionó hasta la guerra. En una placa se recuerda una batalla. Ahora el parque se llama Central Park. Hay juegos para niños. La arena está cubierta con una lona para que no se embarre. Un jardinero limpia las hojas de los pinos con una escoba vegetal. Vuelvo al hotel a por una chaqueta. En el rato que he estado fuera, unos operarios han montado dos hileras de taquillas para las maletas. Los había visto cuando he salido, mirando el plano de la instalación. 

Me voy a Shibamata. Me equivoco de tren y una hora más tarde como en un restaurante junto a la estación del barrio. Me siento en la terraza, junto a las vías viendo los trenes que se cruzan. Arroz frito, sopa de misho y té helado. En el paso a nivel desmontan los ciclistas, esperan los peatones. Antes, desde lejos, se oyen los avisos en los pasos anteriores conforme se van cerrando; una sucesión de llamadas que dan idea del tiempo y el espacio. Luego las luces amarillas parpadean rápido y caen las barreras. 

Fotografío algunos anejos del templo y luego me quedo delante de unos leones protectores del templo. Dice el cartel que uno de ellos perteneció a la familia Saíto, jefes de la aldea de Shibamata. Como el león se escapaba todas las noches y se comía el arroz del almacén, el jefe Saíto arrojó su cabeza al río Edo. Sin embargo, la cabeza del león remontó los rápidos hasta llegar a la orilla, los aldeanos, sorprendidos, la entregaron al Santuario Hachiman.

A la vuelta, en el metro, bajo la velocidad del obturador. A ver qué pasa.

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Lo exótico y el alivio

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A las 06:30 llueve bastante Salgo a dar una vuelta por Matsudo. Hay quien dice que este es un barrio sin interés, un sitio para dormir. 450.000 habitantes tienen que dar para más. Al atarceder, la plaza delante de la estación es un mini Tokio. Los edificios de 10 pisos está llena de restaurantes, tiendas de electrónica, ropa, papelerías. Todo hacia arriba, hacia la grúa que señala por dónde se amplía la estación.

Estaría encantado de saber qué busco. Tengo el recuerdo de una conversación, sentados delante de un bungalow junto al rio San Lorenzo en Gaspesie, hablábamos de fotografía. F Me dijo: -¡Ah! Tú buscas lo exótico-. Le contesté lo primero que se me ocurrió: -Me parece que busco lo parecido-. 

Nunca había dormido en un motel. Uno de verdad, con su jardincito, su mesa para cenar fuera, la cama ancha y la sensación de que puede venir un asesino con un hacha. No he olvidado el reproche ni la contestación, y aquí estoy, de paseo por Matsudo en busca de semejanzas.

La lluvia ha hecho desaparecer a peatones y ciclistas. En un parquin de bicicletas, el encargado me pide que me aparte: los clientes entran deprisa, después de tomar una curva de 90 grados. Le entrego una tarjeta impresa donde explico en qué estoy trabajando. La mira con desdén y ne la devuelve. No conozco a nadie, ni con nadie puedo hablar. Vuelvo al hotel antes de que termine el horario del desayuno. Dos mujeres hablan en francés. Podrían ser de Nueva Caledonia o de la Polinesia Francesa. Gritan muchísimo. ¿Tienen que sentarse a mi lado? Además, los pies de pata de las sillas no están protegidos, así que el desayuno es un estrépito ¿Tanto valen 160 conteras de goma?

Salvo el café, el desayuno es bueno. Hay té verde. Mientras me sirvo sopa de misho, un poco de arroz blanco y una ensalada con encurtidos, recuerdo la tablilla que dejé ayer para quemar en el templo de Shibamata. Hace años, se puso de moda por aquí un tipo de confesión comunitaria en la que los fieles escribían sus pecados en un papelito y luego el oficiante los quemaba todos en un recipiente. Escribí ayer algo que nunca había escrito, que nunca he dicho y lo dejé en el montón de quemar.

En medio de este chirriar de sillas y francés ultramarino, los dos recuerdos unidos por el bol de arroz, me llevan otra vez a Barthes: Ni para Barthes ni para las tablillas la escritura busca durar. No se trata de fijar un sentido, sino de provocar un movimiento: desgarro o alivio. La culpa deja de ser una carga y se convierte en eso, en escritura. La madera fina y el rotulador que los monjes te facilitan a cambio de 300 yenes convierten el sentimiento en algo casi gozoso: escribir y destruir. Un poco más de té verde y exotismo a gritos.

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Reluciente camión de bomberos

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Dejo la maleta en la habitación y reviso cuántos enchufes hay. No hay una segunda almohada. En la recepción me dan una manta en una bolsa de cartón. Salgo para Shibamata y llego al atardecer; la luz cae muy deprisa. De la estación giro a la derecha. En el siguiente cruce, un reluciente camión de bomberos, con las luces de emergencia encendidas, bloquea el paso. Desde la intersección, un poco más adelante, llegan más reflejos rojos y luego el sonido de las sirenas. Cambio el rumbo y dejó el templo de Taishakuten para más tarde.

Hay cinco o seis camiones y tres ambulancias. La policía controla el tráfico. Un agente se despista y levanta la cinta del perímetro, así que llego hasta el lugar del incidente. Es un cuarto piso de uno de los pocos edificios altos del barrio. Hay una ventana reventada. Contra el marco quedan apilados restos de muebles. Por la escalera exterior han subido varios bomberos. Tomo algunas fotos sin darme cuenta de que lo hago junto a la camilla en la que yace un fallecido dentro de un saco de plástico. Le pregunto a un bombero: –Fire-. Le pregunto si ha sido el gas.  Me mira sin comprender: –Fire-. Hace un gesto que abarca una gran bola imaginaria.

Pido a los bomberos que recogen ya las mangueras que me dejen fotografiarles. Llego hasta el puesto de mando que está instalado en un pequeño aparcamiento. Han abierto una mesa plegable sobre la que está extendido un plano del edificio. El jefe se da la vuelta y me dice que no puedo estar ahí. Me marcho después de insistir sin éxito. Hay un puesto de kushiage y me como un par de pinchos sentado en la acera.

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San Juan de Moarves y el perro Purruski

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He venido a Moarves solo por ver otra vez el color de la portada. La última vez, el viejo que explica la iglesia estaba sentado en el poyo de la casa de enfrente. Serían las siete de la tarde y la luz era ya rasante. Charlamos un rato y me explicó el apostolado como quien explica una huerta. -Y a la derecha Sansón y a la izquierda un negro-. 

Luego he sabido que está en el hospital. Ni bebe, ni fuma, ni nada, pero está en el hospital. 

Aquel día, después de media hora de conversación y cuando ya creí tener todo a mi favor, le pedí que me abriera la iglesia: -No, que es lunes-. Me dijo con una sonrisa de te tendrás que joder.

Así que me quedé un rato más mirando “la encendida encarnadura” de la portada de la iglesia de San Juan Bautista. La piedra está teñida. Me quedé con esa idea entonces, pero ahora no encuentro ninguna referencia. Quería escribirle a Himari para decirle que no somos tan distintos: que si los muros del templo de Ryōan-ji en Kioto están teñidos con aceite, la fachada de Moarves lo está también con alguna tintura. No he dado ni con una cosa ni la otra. 

El conjunto del arco y el friso escultórico protegido por el alero volado tiene un aire oriental. Si haces un pequeño ejercicio de abstracción, casi es una pagoda sin fondo ni altura. He venido por el color y me he quedado por la forma. O por una sinapsis equivocada.

He cruzado después la carretera P-227 que parte el pueblo. De este otro lado está la antigua escuela. Por la ventana se ve una cabina de votación y unos bancos apilados.  Cerca hay varios vecinos alrededor de 2 coches. Uno, cuando salía de un pajar marcha atrás, ha chocado con otro. Veo un parte amistoso y una mujer intenta recordar en qué compañía está asegurado el coche de su marido. En el otro, hay un perro que no deja de ladrar. ¿Por qué no lo sacan? La dueña le dice que se calle. -¡Calla, no se qué!-. Un diminutivo tan feo como el animal. ¿Tú te imaginas ser un perro y que te digan ¡Calla Purruski!? Yo qué me voy a callar. Contento que no te salte al cuello por pedirme que me calle, mientras me tienes encerrado en un coche con las ventanillas subidas y rodeado de una docena de personas que miran un bollo en el lateral izquierdo. 

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La calle Fuencarral

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La iglesia más pequeña de Madrid es el Humilladero de Nuestra Señora de la Soledad. Tiene 40 metros cuadrados y ya no se celebran misas. Antes sí, pero ahora, entre que la acera es muy estrecha y que hay mucho tráfico, pues no. De la cercana iglesia de san Ildefonso, vienen a recoger las monedas que dejan los fieles delante de un cuadro de la Virgen al que tienen devoción.  Hace unos años pasé por delante del portón abierto y me extrañó encontrarme al papa Francisco junto al altar. Ni siquiera sabía que estaba en España. Me detuve un momento y le fotografié. No pareció molestarle. Me moví un poco para cambiar el ángulo y entonces vi el borde del cartón pluma.

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Chiesa Santi Domenico e Sisto

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Entró una monja encogida y negra. No tendría 40 años. Se encorvó un poco más cuando me vio en la entrada. Llevaba una bufanda blanca sobre el hábito negro. La puerta estaba bien engrasada y no hizo ruido; solo sentí el aire desplazado que parecía tener las mismas proporciones que la hoja: un rectángulo alto y frío que me atravesó durante un momento.

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Empel

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El hombre que cuida la capilla de Empel habla un inglés que puedo entender. Su acento es muy malo y eso ayuda. Sentados frente a frente, miramos hacia afuera, llueve mucho y ahora no hay peregrinos. Le pregunto por unas botas militares que están colgadas de la verja. Las dejó hace un par de días un español. Una especie de ofrenda. Como el hombre es un tipo educado no me dice cuándo, pero las va a quitar. A quién se le ocurre colgar unas botas de la reja de una capilla.

Le pregunto si se dejaría fotografiar. No tengo éxito. Charlamos un rato más y me dice que se va a comer. Volverá a las cinco para apagar las velas que hayan encendido los fieles. Como no hay forma de trabajar afuera, repaso el libro de visitas.

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Cuando fuimos iconoclastas

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Alquimia en lugar de estática

«En las primeras generaciones del imperio, el antiguo politeísmo empezó a convertirse en monoteísmo mágico, sin que muchas veces cambiase nada en la forma exterior del culto del mito. Había surgido un alma nueva, que vivía las formas viejas de otra alma. Seguían los mismos nombres, pero cubriendo nuevos númina. Todos los cultos de la Antigüedad posterior, los de Isis y Cibeles, los de  Mitra, Sol, Serapis, no son ya tributados a seres con fijeza y representados plásticamente. En la Acrópolis se adoraba a Hermes Propileo a la entrada. Pocos pasos más allá se encontraba el Santuario de Hermes, el marido de Aglaura; y sobre este lugar, se alzó más tarde el Erecteón. En el extremo sur del Capitolio, junto al Santuario de Júpiter Feretrio, que, en vez de estatua, tenía una piedra sagrada (sílex), estaba el de Júpiter Óptimo Máximo; Y cuando Augusto construyó para éste un templo gigantesco, hubo de dejar intacto, respetuosamente, el lugar donde el numen moraba primero.

Pero en la época cristiana primitiva ya Júpiter Doliqueno y Sol Invicto eran adorados dondequiera «hubiese dos o tres reunidos en su nombre». Todas esas de deidades fueron poco a poco, sintiéndose como un numen único; solo que cada creyente de un determinado culto estaba convencido de que la verdadera forma era la que él conocía. En este sentido, se hablaba de «Isis, la del millón de nombres». Hasta entonces los nombres habían sido denominaciones de otros tantos dioses, de otros tantos seres distintos, por el cuerpo y por la morada. Ahora son títulos de un solo, a la que cada cual se refiere.

Este monoteísmo mágico se revela en todas las creaciones religiosas, que desde el Oriente llenan el imperio: la Isis, Alejandrina; el dios del Sol (el Baal de Palmira), preferido de Aureliano; Mitra, protegida por Diocleciano, y cuya forma pérsica fue totalmente transformada en Siria; la Baalat, de Cartago ( Tanit, Dea caelestis), adorada por Septimio Severo. Éstas deidades no aumenten el número de los dioses concretos, a la manera antigua, sino que, por el contrario, los absorbe, en un modo que cada vez se aparta más de la representación plástica. Esto es alquimia en lugar de estática. A este nuevo sentir corresponde la aparición de ciertos símbolos -el toro, el cordero, el pez, el triángulo, la cruz- en lugar de las imágenes. La frase in hoc signo vinces no suena ya a «antigua». Va a preparándose la aversión a las representaciones de la figura humana, aversión que llegó más tarde a la prohibición de las imágenes en el islam y en Bizancio».

La decadencia Occidente

Oswald Spengler

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Los Derechos del Hombre

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Hace tan buen tiempo en París que no dan ganas de entrar a la feria. Mejor pasear casi a cuerpo gentil por los Campos de Marte. Cuando atardece, junto al monumento a los Derechos del Hombre, un grupo de chicos montan un botellón con una música bien elegida. La construcción tiene un aire entre egipcio y agnóstico. Aunque a esta hora está cerrado, desde fuera resulta acogedor. En casa leo los comentarios que dejan los visitantes en estas páginas donde un puede escupir lo que le plazca: “Un monumento frío, helado incluso que es en realidad una especie de pequeño templo masónico abarrotado de detalles y referencias esotéricas, más o menos escondido en el corazón de París, y que tiene un solo mérito: revelar públicamente la pertenencia de la República Francesa a (la) Masonería”.

Hay mucho escrito sobre la etimología del término masón. Zbigniew Herbert se refiere a ella cuando habla de las catedrales en Un bárbaro en el jardín (pág. 139): “La terminología que se utilizaba para designar a los diferentes artesanos es bastante pobre y confusa. Muchas veces no se basaba en sus funciones sino en la realidad. Así, un término como el inglés hard hewers, definía los artesanos que trabajaban en las piedras pesadas, como por ejemplo las que hay en los alrededores del condado de Kent, a diferencia de los que labraban piedras más ligeras, que se destinaban a las esculturas, y los llamados freestone masons (posteriormente se utilizó el término abreviado Freemason, del que procede el nombre francés franc-maçon, que, no obstante, en la Edad Media no se conocía, y empezó a circular en el siglo XVIII para referirse a la francmasonería)…”

Unos metros al Este del monumento a los Derechos del Hombre, en la calle Bosquet, está Coedition, que es adonde iba. Es lo que tiene caminar sin rumbo. Quería ver la fachada de esta tienda de muebles. No sé si se puede llamar así: tienda de muebles. Me ha hecho recordar aquellas de hace años en las que se exhibían cuadros de ciervos saltando arroyos, perseguidos por perros de caza. Cabeceros de madera oscura y brillante. Cómodas y mesillas. Comprar el dormitorio. ¿Cómo se amueblan ahora las casas? Como se puede, supongo. Como lo hicimos nosotros. Las bombillas desnudas, algunas sillas regaladas.  Oscar Wilde, mientras se marcha de casa de los Proust: – ¡Qué casa tan fea la suya!

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La victoria de lo intrascendente

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«Pero la obra de Christo, en efecto, no es trascendente. No pretende mostrarnos la verdad que subyace bajo las apariencias, más bien se conforma con mostrarnos las enormes posibilidades que ofrece el trato imaginativo con esas mismas apariencias. Esta labor <intrascendente> puede espantar a los críticos amantes de lo épico más incluso que su sospechosa adaptación al mundo real. Pero lo que sin duda les parecerá más intolerable es que su participación resulte innecesaria: los trabajos de Christo tienen una dimensión mediática tan resonante y constituyen unos éxitos tan incontestables que no requieren mediación crítica. Christo ha conseguido imbricar la inutilidad de su esfuerzo con la urdimbre contemporánea, con los ritmos habituales de una sociedad economizada. Su obra resulta desde ese punto de vista, clásica en la medida en que, a diferencia de todo el arte de vanguardia que surge de la contra del sentido común, brota con naturalidad en la ribera de la corriente que arrastra a la misma sociedad y la agasaja con unos frutos que cualquiera es capaz de saborear sin esfuerzo».

-oOo-

«Su educación socialista no sólo atenúa la suspicacia que despierta esta profesión de cinismo, sino que enfatiza el valor dialéctico de su controversia real y activa con lo dado. Los trabajos en los que Christo fue obligado a participar no trataban de conducir al espectador a otro mundo, de naturaleza espiritual, sino de incidir a través de la ficción en su percepción de la realidad. Los fines de semana era enviado con su cuadrilla a las granjas que bordeaban las vías del Orient Express con la misión de adecentarlas y maquillar su productividad al objeto de que los viajeros occidentales -que difícilmente obtenían otra perspectiva de Bulgaria- apreciaran su prosperidad. Este entrenamiento no sólo predispuso a Christo a trabajar en grupo y en el ambiente real, sino que, seguramente, le hizo meditar sobre el tema del encubrimiento, el escenario y la imagen».

Estrategias del dibujo en el arte contemporáneo. Juan José Gómez Molina coordinador. Editorial Cátedra. Capítulo XIII Nada más profundo que la piel: los dibujos de Christo. Ramón Salas

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París, Arizona

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……..


«Creo que la mente es lo más valioso del mundo… Hace poco estuve en Israel y me llevaron de Belén a Jericó por veredas polvorientas hasta llegar a la frontera con Jordania, y el paisaje me pareció un desierto como otro cualquiera, pero con una diferencia: nunca olvido que este es de los más antiguos del mundo; que hace 7.000 años la gente ya construía todos nuestros recuerdos aquí, era una superficie de 300 km. Sólo queda tierra y rocas, no hay vestigios, pero uno lo sabe. Es absolutamente antidialéctico afirmar que no es diferente de cualquier zona desértica de Arizona. No es posible separar las cosas, pues toda nuestra percepción del mundo proviene de nuestra mente. No se puede divorciar algún tipo de existencia formal de la existencia mental, funcionan juntas y encajan bien».

Christo Javacheff

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La comunicación eficaz

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«Christo no es un artista que goce de una gran reputación en su ámbito profesional, seguramente debido a la espléndida reputación de la que goza fuera de él. La referencia a su obra no falta en ninguna obra importante sobre arte contemporáneo, pero si bien la bibliografía sobre Christo es amplísima, su trabajo no ha dado lugar a una intensa reflexión estética. Quizá porque esta reflexión resulta innecesaria. Él es, posiblemente, el primer artista contemporáneo que ha sido capaz de comunicar sus ideas estéticas inmediata y eficazmente a un público masivo. Sus grandes intervenciones mediante telas en paisajes urbanos o naturales han sido contempladas y disfrutadas en directo por millones de personas a pesar de permanecer expuestas en la práctica totalidad de los casos, menos de tres semanas. Sería incontable la cantidad de público que ha accedido al conocimiento de su obra a través de los distintos canales por los que se distribuye. De manera escrupulosamente privada, Christo no sólo consigue modificar transitoriamente un retazo del mundo, logra, sobre todo, alterar el orden de prelación de los acontecimientos. Su imaginación, su mirada, su modo particular de ver las cosas alcanzado una dimensión pública que le ha puesto en disposición de competir con la monolítica, convencional y estable visión de realidad que difunden las grandes empresas de comunicación».

Estrategias del dibujo en el arte contemporáneo. Juan José Gómez Molina coordinador. Editorial Cátedra. Capítulo XIII Nada más profundo que la piel: los dibujos de Christo. Ramón Salas

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Un paseo por la Neue Nationalgalerie

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En obras

«…el techo del período de construcción no cumplió con estos requisitos. Consistía en paneles a base de madera en una cuadrícula de 60 x 60 centímetros, cada uno de los cuales se sujetaba en las cuatro esquinas con tornillos avellanados a una simple rejilla de listones de madera. Había que rellenar los tornillos y revestir el techo de un blanco uniforme. Por tanto, modificar los módulos supuso un gran esfuerzo. Además, la construcción de madera representaba un alto riesgo en caso de incendio. «El objetivo de la reparación básica era mejorar la construcción en términos de protección contra incendios y facilidad de uso, preservando al mismo tiempo la apariencia del techo», explica Michael Freytag de David Chipperfield Architects. (….) Como en el techo del período de construcción, los paneles contienen aberturas para los componentes técnicos».

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