
Tomé ayer una pastilla para dormir y aún así seguí trasteando con el móvil, viendo tonterías. Dicen que son los jóvenes los que no se separan del teléfono, pero los adultos tampoco lo soltamos. Esta mañana me he cruzado con un chaval que llevaba uno en cada mano. Atendía a los dos.
Parece que se duerme menos gente en el metro o esa es mi impresión. Ayer a una chica se le cayó el móvil al asiento de al lado y el ruido la despertó. Vi sus sandalias y no pude evitar hacerles una foto.
Voy hacia Asakusa pero me bajo no sé dónde y ahora ando perdido hacia un lugar que probablemente no tenga ningún interés. De momento he entrado en el templo Ekoin fundado por el shogun Tokugawa Letsuna -un antepasado de nuestro amigo Tokugawa Yoshinobu– tras el Gran Incendio de Meireki, de 1657 que destruyó dos tercios de Edo. Desde entonces, el templo se convirtió en lugar de descanso para almas sin familiares supervivientes: víctimas de desastres, prisioneros ejecutados y animales.
El templo tiene el suelo de parquelita y su salón principal está presidido por un Buda de 4 metros de altura. Se está bien. Hay un par de columbarios para perros y gatos; en los nichos, una foto de cada animal. M.S. me decía hace tiempo que si a un japonés le quitas una de sus dos religiones, es como si le cortaras un brazo. Pero la idea de la reencarnación es más budista que sintoísta. El sintoísmo prefiere los kami, los espíritus que habitan en la naturaleza. Para los budistas el animal es uno de los seis reinos posibles del samsara (el ciclo de renacimientos). Uno puede renacer como animal, humano, dios, semidiós, espíritu hambriento o en los infiernos, dependiendo de su karma. De hecho, algunos budistas son vegetarianos precisamente porque consideran que el animal podría haber sido su mascota en una vida anterior, o podría ser uno en el futuro. Tal y como van las cosas al otro lado del mundo, no creo que tarden en llegar a nosotros fórmulas o ritos parecidos. Las leyes de protección animal, la sustitución de hijos por perros o las manifestaciones de Juan Pablo II sobre el soplo divino al que hace referencia el Eclesiastés, convierten la canción de Bob Dylan en un chiste.
Me duermo cada vez más fácilmente. Elijo un banco y enseguida empiezo a soñar con un albañil que viene a enplastecer. Llega entonces un fiel y me despierta.
Voy al Museo Ota hay una hermosa colección de xilografías, muchas de Hokusay No permiten hacer fotografías y no hay mucho que fotografiar alrededor. No me arreglo bien con las horas: aunque desayuno a las seis y media, ya es tarde para la luz. Para cuando llega el atardecer ya soy un despojo. No doy con nada. Hay un plátano en una escalera. Un plátano de plástico con unos números para usarlo como teléfono móvil infantil.
He andado junto al tren elevado y no he encontrado nada. Un rayito de sol, nada más. Anda por ahí una idea estética sin ancla, una cosa de las que el mundo está lleno. No voy a ninguna parte.
Hoy me he vuelto a equivocar de tren dos o tres veces. No presto atención o me da igual, o cambio de opinión por el camino porque el destino es lo de menos. ¿Ir a dónde? ¿A por qué? Posiblemente sé qué tengo que hacer y sin embargo algo se resiste. Debo averiguar si ese algo está dentro o fuera.
Leí anoche a un autodenominado fotógrafo de la calle y sentí pena por mí mismo. No quiero eso para mí. Si pudiera llegar al corazón de algo —al mío propio, al de lo que busco— eso sería estupendo. Ha funcionado otras veces. ¿Cómo ha ido? ¿Por qué he estado menos reprimido otras veces y menos interesado esta?










